También la televisión es buen cine (II)

sábado, 25 de enero de 2014 - Publicado por BabeDeJour en 15:17

La fascinación con Sherlock Holmes ha trascendido durante más de un siglo por la misma razón que aún hoy vemos a Bruce Wayne reinventándose cada par de años: los seres extraordinarios, incluso los ficticios, permanecen en la memoria colectiva por siempre.
Aunque Looney Tunes haya hecho por décadas un trabajo de difamación sistemático (que lo interprete Daffy ya dice bastante) ridiculizando la figura del cuasi superhéroe de la Inglaterra victoriana, guionistas desde que existe el cine han jugado con el personaje – se calcula que es el personaje más prolífico de la historia del cine –, con más o menos libertades creativas - por no mencionar que es la base de personajes como Spock (que según canon trekkie es de hecho descendiente de Holmes) y el House de Hugh Laurie.
La lógica diría que un personaje que ha sido diseccionado hasta el cansancio tendría poco que ofrecer a estas alturas, después de más de un siglo de fan fiction en todos los medios.
Entran Mark Gatiss y Steven Moffat. La propuesta de su Sherlock se ve simple: Holmes en el Londres actual, haciendo uso de las tecnologías a su alcance para resolver misterios. El reto, sin embargo, es más complejo: ¿cómo manejas la suspensión de la incredulidad de un Londres moderno que carezca de la referencia de Sherlock Holmes?
Lo logran, orquestrando a la perfección: los guiones ingeniosísimos y adaptados increíblemente bien a la época moderna (como Watson siendo veterano de Afganistán, porque la historia se repite), la edición perfecta, los personajes impecablemente construidos – y, carajo, las actuaciones.
¿Cómo creerse de ahora en adelante a alguien que no sea Benedict Cumberbatch como Holmes? El Sherlock de Cumberbatch es todo lo que escribió Conan Doyle con el agregado de cuanto quedaba entre líneas: mientras en el siglo XIX Holmes tenía que semi-ocultar su personalidad tras capas de politeness (Inglaterra victoriana al fin – su anomalía lo haría persona non grata, un loco, un desadaptado), en el siglo XXI puede deshacerse quedar como lo que siempre fue en el fondo: un bicho raro.
Mucho se ha dicho de Holmes a lo largo del último siglo y pico, pero ¿qué de su biógrafo, el único hombre capaz de soportarlo por tantísimo tiempo? En mi edición de las obras completas de Sherlock Holmes (edición Kindle que aparentemente ya no está, pero igual acá el link para referencia), Robert Ryan escribe de prólogo un ensayo acerca del fascinante Dr. Watson de Conan Doyle – un hombre atraído a lo extraño y peligroso, carente en superpoderes deductivos pero rico en humanidad o, bueno, en algo, ¿o por qué un asocial como Sherlock Holmes lo adoptaría tan completamente, hasta llegar a necesitarlo?
Entra aquí la genialidad de Moffat y Gatiss: nunca antes había habido un bromance tan complejo como el de los compañeros de habitación de 221B Baker Street – y que no, ¡que no son pareja!
Aunque sin duda apoyado en guiones excelentes, Martin Freeman nació para ser el Watson del Sherlock de Cumberbatch: más allá de la química entre los dos actores, se trata de la precisión de los juegos de palabras y, sobre todo, ese balance necesario que le otorga – John es la voz de la conciencia de Sherlock, el corazón detrás de sus acciones y sobre todo la necesaria cachetada metafórica cada vez que se pone insoportable.
El resto del reparto se siente tan natural como los protagonistas, particularmente cuatro personajes: brilla el Jim Moriarty de Andrew Scott, que quizá tenga veinte minutos de tiempo en el aire en todo lo que va de serie – y atrapa cada vez, peleándose la atención y fascinación con Sherlock: el más digno y maligno de los rivales, no demasiado lejos de un Joker. La Irene Adler de Lara Pulver, hecha de sexo e intriga, hace convulsionar toda la mitología de la serie en un giro perfecto al personaje original de Conan Doyle. Mycroft Holmes, interpretado por el co-creador Mark Gatiss, podría ser fácilmente un Moriarty si no fuese por ese ápice de humanidad que le otorga su única debilidad: su hermano Sherlock. Y finalmente, la Mary Morstan de Amanda Abbington (pareja de Martin Freeman en la vida real, complicidad que se nota en pantalla), la joya de la tercera temporada, que logra adaptarse perfectamente a la dinámica e incluso llega a mejorarla – cuando creías que aquello era imposible.
La serie no tiene pérdida: es sin duda lo mejor que he visto en televisión en muchísimo tiempo. Con su formato enfurecedor (tres episodios por temporada, de hora y media cada uno, con demasiado interim), su guión perfecto y sus actuaciones maravillosas, lo único terrible de Sherlock es que, una vez la ves y te haces adicto cual detective al opio, vas a necesitar tu dosis – y a saber cuánto tiempo tarda en llegar la próxima.

Dos grandes en el espacio

sábado, 18 de enero de 2014 - Publicado por BabeDeJour en 15:58


La historia contemporánea, entre muchas otras particularidades, nos cuenta de una época que se llevó buena parte del siglo XX: la Guerra Fría. Un concurso de medición genital como no se veía desde antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, la Guerra Fría enfrentaba a las dos mega potencias del momento, Estados Unidos y la Unión Soviética, en todas las arenas de pelea que tuvieran que ver con avances tecnológicos – y, claro, retóricamente también con los sociales.
Sin ánimos de entrar en un tema que no me corresponde (aunque ya antes he rondado un poco mi fascinacióncon la Guerra Fría), la idea hacia la cual estoy caminando es que, al lado de la armamentista, la carrera espacial de los sesenta fue uno de los puntos álgidos de todo el asunto. Iba ganando la Unión Soviética (hasta Mafalda llegó a comentar del asunto) hasta que, el 19 de noviembre de 1969, Estados Unidos fue el primero en poner hombres en la Luna.
Considerado este contexto no es de extrañar que, de quizá las dos mejores películas acerca del espacio, una fuese norteamericana (bueno, co-producida con el Reino Unido) y la otra soviética – y que se lleven apenas cuatro años de diferencia: 2001: A Space Odyssey de Stanley Kubrick sale en 1968 y Solyaris de Andrei Tarkovsky en 1972.
No sólo son ambas grandes películas, sino que de ellas surgen los dos paradigmas que han regido el cine espacial desde entonces: ¿es el espacio una entidad hermosa y aterrorizadora o se trata acaso de algo familiar que intenta buscar conexión con el todo?
El espacio de Solyaris es el que secretamente esperamos encontrar: el que nos conoce, que se modela a sí mismo ante nuestros sueños y esperanzas. Si nos asusta es porque nos hace sentir expuestos, parte de un rompecabezas universal en el que cada pieza tiene un significado. Es el mismo espacio que le habla a Jodie Foster desde una playa en “Pensacola” acerca de la evolución de las civilizaciones en distintos planetas.
La perspectiva de 2001 es otra, más consecuente con lo que sí conocemos del universo: lo aterrorizador de encontrarse en un punto cualquiera en la vastedad del infinito, el estar a la merced de aquellos dispositivos que construiste para satisfacer tu deseo de conocer lo que te hace minúsculo – y la hipnosis de estar rodeado de la más absoluta belleza, belleza a la cual no perteneces y para quien eres desechable. Es el mismo espacio en el que Sandra Bullock llora desesperada, a la deriva, siendo más insignificante y solitaria que nunca.
La diferencia entre 2001 y Solyaris es la sempiterna dicotomía de ciencia versus fe, corazón versus cerebro. Se explica solo: el alma de 2001 yace en HAL 9000 (por mucho el personaje más desarrollado, una máquina); el espíritu de Solyaris son los deseos más íntimos de la tripulación de su nave, sus amores perdidos, aquello que siempre quisieron ser.
Con ambas disposiciones (emotividad versus racionalidad) bien marcadas dentro del género, hay, sin embargo, cine que las combina y trasciende: Wall*E, cine emotivísimo sin llegar a lo cursi, que igual hace homenaje a Kubrick al tener de villano al HAL de Pixar; Moon de Duncan Jones, donde el personaje principal es “víctima” de la tecnología como lo fue Dave en 2001, pero igualmente se nutre de la ilusión de la vida sentimental que lo espera (lo esperó, lo esperaría) en la Tierra, como Kelvin en Solyaris.

El hecho es que 2001 y Solyaris no sólo crearon los estereotipos clásicos del cine espacial (con ambas tendencias) sino que, de cierta forma, inventaron el género: no hay película posterior que cruce la atmósfera y no le deba su existencia a Kubrick o a Tarkovsky – pero por algo es que de este lado de la capa de ozono son considerados dos de los grandes maestros del cine.

Indignación y esperanza: nominaciones a los 86vos Oscar

jueves, 16 de enero de 2014 - Publicado por BabeDeJour en 13:31
Hemos llegado a la época más indignante del año (excepto cuando hay elecciones, juasjuas): ¡la de las nominaciones y premios de la Academia! En esta entrega, en Pop Distópico les traigo indignación por:
- Christian Bale es nominado, en un año férreo en la categoría de Mejor Actor, por una actuación mediocre e ininspirada, sólo por ser él y por estar en una película de David O. Russell (quien rápidamente se convierte en el hombre más sobrevaluado de Hollywood). Por él queda fuera Joaquin Phoenix en una gran actuación, aunque al menos entró Di Caprio (y la actuación que ha hecho más ruido de Tom Hanks en años también queda por fuera), el nuevo eterno perdedor de la Academia.
- Meryl Streep se lleva la nominación que le correspondía a Emma Thompson (o a Kate Winslet) por una película a la que le fue terrible en la crítica, incluso su propia actuación – pero porque es Meryl Streep, es nominada por default.
- El guión de Gravity no está nominado, mientras los de Dallas Buyers Club (mediocre) y American Hustle (sin cohesión en una película que parece más un ejercicio actoral que cualquier otra cosa) sí lo están. Ridículo. La estructura de Gravity, con todo su manejo de metáfora merecía, al menos, el reconocimiento de la nominación - aunque creo que este año esa categoría le pertenece, merecidamente, a Her de Spike Jonze.
Este año tenemos nominadas algunos de los mayores clichés de gustos de la Academia: transformaciones actorales impresionantes (todos sabemos que la base de una buena actuación es subir y bajar de peso hasta desarrollar enfermedades absurdas – hola, Jared Leto diagnosticado con gota, es contigo), películas sobre minorías, culpa blanca, escándalos políticos, Meryl Streeps.
Más allá de todos los clichés (no necesariamente malos – 12 Years a Slave es una gran película), dos películas en particular brillan por traer propuestas nuevas: Gravity de Alfonso Cuarón y Her de Spike Jonze. La primera, una épica espacial (todo lo que podría decir al respecto lo expresó mejor mi media naranja, pásense con confianza por su blog) al mejor estilo de 2001: A Space Odyssey pero con todo el corazón que Kubrick no tuvo nunca; la segunda, un estudio de la soledad y su patetismo en un “futuro no muy lejano”, en el que la tecnología logra abarcar (con todas las nuances de nuestra especie) el contacto humano.
Se tratan ambas de cine puramente del siglo XXI, películas que dependen de la tecnología tanto para hacerse como para que se mueva su historia (Gravity es la única película, por ahora, que ha usado el 3D post Avatar como herramienta y no sólo porque se ve bonito). Acaso las dos sean la puerta a un nuevo camino de invención en el séptimo arte: un “por acá es que van a ir los tiros de ahora en adelante”, digamos.
Un rayito de esperanza para la inventiva hollywoodense, ponte tú.
Por ahora, ha empezado el conteo: falta un mes para la ceremonia con la que más me indigno, pero que sin embargo veo religiosamente y activamente busco razones para indignarme y molestarme con ella.

Y bueno, con su permiso, todas esas películas nominadas no se van a ver solas. Let the games begin!

También la televisión es buen cine (I)

martes, 14 de enero de 2014 - Publicado por BabeDeJour en 15:43

Se trata del medio de expresión artística que más golpe psicológico ha llevado desde sus inicios: lleva generaciones siendo culpada de la idiotización de las masas, de carecer inventiva, de la violencia en menores, de la atrofiación de la imaginación, de alimentar la cultura de la sublevación de la trivialidad.
A la televisión se le achaca, venga, todo lo que está mal con la civilización.
Mi idea aquí no es hacerle una defensa como redentor de Occidente (que sí se ve mucha mierda, estamos claros: las Kardashian no se hicieron famosas precisamente a punta de trabajo duro), pero la verdad es que sí cabe hacer la salvedad de que la televisión, de hecho, ha pasado por un proceso de crecimiento muy parecido al del cine.
Tengamos en consideración que como medio masivo nace en la época de mayor represión moral del siglo XX, la década de los cincuenta – si ya el cine entonces que pasar por el Motion Picture Production Code para ser considerado apto (el “Código”, simplemente; en fin, el filtro moral de cualquier producción en Hollywood), la televisión, invitada de honor en las salas de estar de todos los norteamericanos, tenía filtros más fuertes. Durante todo el embarazo en aire de Lucille Ball, jamás siquiera se dijo la palabra “pregnant” - ¿y a quién se le olvida que Pedro y Vilma Picapiedra tenían colchones individuales, porque la censura consideraba obsceno que durmieran en una misma cama?
El avance de la censura en la televisión ha sido lento por una razón particular: por décadas, el monopolio de la transmisión lo llevaban canales abiertos, menos dados a la creatividad por su misma condición de aún llegar a todos los televisores de Estados Unidos sin esfuerzo. Y la tierra del tío Sam (que no es la única que hace televisión, pero sí quien más la exporta) tiene una particularidad: todo lo que digas públicamente será usado en tu contra. Para los canales abiertos no es negocio hacer propuestas demasiado transgresoras, porque les van a caer encima las soccer moms que no tienen nada mejor con qué llenar sus vidas fuera de quejarse de lo inmoral de todo.
Además, como cualquier industria exitosa (que tres cuartos de lo mismo le pasa al cine de Hollywood), sigue la metodología de “if it ain’t broken, don’t fix it” – que viene siendo, ¿para qué meterse con una fórmula que ha funcionado perfectamente durante décadas?
Decir que no hay buenas series en los canales tradicionales es, sin embargo, una injusticia. How I Met Your Mother puede que sea la mejor sitcom de la historia, los procesos de Criminal Minds son nada menos que fascinantes, Modern Family es una construcción preciosa y es probablemente una de las series con más corazón de los últimos tiempos.
Es innegable que la televisión abierta norteamericana produce buenas series, pero muy a menudo no son más que eso: series. Estructuras pre-construidas (algunas más creativas que otras, sin duda) de veinte o cuarenta y cinco minutos, con alrededor de veinte episodios por temporada, acerca de personajes que se mueven dentro de cánones más o menos universales, y trabajando con presupuestos que se van mayoritariamente a los sueldos crecientes de sus protagonistas o guest stars. Algunos experimentos más allá de ese canon (se me ocurren Firefly y Pushing Daisies) han durado poco por no considerarse rentables en señal abierta.
Pero, igual que la época post Código nos ha dado joyas de censura más suelta en cine, los canales de cable y por suscripción nos otorgan hoy (y desde hace unos quince años) maravillas que nos hubiésemos perdido en el monopolio de la señal abierta: algo que empezó por los diálogos hipersexualizados (aunque triviales, sin duda) de las mujeres de Sex and the City, la violencia y lenguaje de The Sopranos y el morbo de Six Feet Under (claro que HBO es el primer responsable de esta nueva ola) se ha convertido hoy en una tendencia, por demás exitosa con todo lo innovador que ofrece – que se resume, básicamente, en programación con los cojones bien puestos.
La televisión por cable y suscripción ha revolucionado no sólo los formatos (episodios de una hora sin cortes comerciales y pocos por temporada) sino también el lenguaje y la imagen – pero, sobre todo, ha presentado temáticas que hace veinte años jamás se nos hubiese ocurrido ver reflejadas en la televisión. A principios de los noventa nadie hubiese dado dos dólares por un show acerca de un profe de química que post diagnóstico de cáncer monta un laboratorio de metanfetaminas y se convierte en un monstruo de proporciones Tony Montana.
Se están rompiendo los paradigmas del núcleo familiar fuerte en el cual se ha basado el medio toda la vida (el interés familiar del Don Draper de Mad Men empieza y termina en el momento en el que su esposa e hijos fastidian su rutina de James Bond de la publicidad; Walter White se engaña a sí mismo diciendo que todo lo hace por los suyos), y quizá ya era hora. También es válido y sobre todo fiel a la naturaleza humana tratar situaciones de juegos de poder (si tienen dragones, incesto, un enano brillante y tetas cada cuatro escenas – tanto mejor), de supervivencia en los cataclismos (esos zombis horribles no se matan solos)… y, ante todo, queda lucidísimo darle a la audiencia un voto de confianza: enfocarse en personajes de compás moral estropeado y dejar que el espectador se forme su propia opinión de ellos, viendo su éxito o declive.
Este voto de confianza es más de lo que podríamos decir de muchísimo del cine hollywoodense actual, con su miedo patológico a salirse de la esfera de lo seguro: la secuela, la copia, la readaptación sin innovación, el refrito.
El aplauso de esta nueva ola televisiva se debe, más que nada, a eso: está dándole el beneficio de la duda al receptor del mensaje. Los mejores personajes de la televisión de hoy son anti-héroes, villanos, personas de carácter fuerte que ocasionalmente destruyen vidas – incluso la propia.

Hoy, a la pantalla chica ha llegado la era del psicópata, del antisocial, del soc… aunque mira, pensándolo bien, del sociópata altamente funcional mejor les hablo otro día con más calma.