Recordando a Elizabeth Taylor

viernes, 25 de marzo de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 17:22

La verdad es que no sé qué decir. Desde que desperté el miércoles con la noticia de que Elizabeth Taylor había muerto, pensé en escribir algo e, incluso, que habría quienes esperarían eso de mí (mi ego es una vaina seria, les digo). Ese día muchas personas me dieron el pésame – por absurdo que sea – y yo realmente me sentía como la viuda dolida. Hablando de mi vida, quizá era el fin de una era: acababa de morir mi ídolo de la adolescencia.
Yo sé que esta semana, repentinamente, todo el mundo es el fan número uno de Elizabeth; de pronto todos la encuentran ridículamente hermosa, a todo el mundo se le olvidó que era una vieja loca desde hacía muchos años, están todos sorprendidísimos y se lamentan de la pérdida de la última megaestrella de la época dorada de Hollywood.
No vengo a clamar que yo sí soy la gran fan y que los demás son posers porque me parece una pérdida de tiempo, una vil mentira y una soberana pendejada: el cine, igual que todo arte, se vive en primera persona, para empezar, y de paso se disfruta de mil formas distintas; y, a veces, para redescubrir el alcance de una estrella, hace falta una muerte “inesperada” que la lave de todas las locuras que ha hecho en los últimos tiempos.
Elizabeth (siempre detestó que le dijeran Liz, así que, al menos hoy, le dedico su nombre completo), desde muy joven, fue de salud realmente precaria: tuvo problemas de espalda desde que de niña sufriera un accidente de caballo filmando National Velvet (problema que eventualmente la llevaría a una adicción a los analgésicos, en cuya rehabilitación conocería a su séptimo esposo, Larry Fortensky), en 1960 una traqueotomía le salvó la vida y, se dice, la llevó a su primer Oscar, por una buena actuación (BUtterfield 8) que no se acercaba a ser de sus mejores y mucho menos la mejor del año (quien debió haber ganado por The Apartment, Shirley MacLaine, diría: “Perdí frente a una traqueotomía”), se la declaró muerta un par de veces por distintas causas, tuvo al menos dos operaciones de cadera, cáncer de piel, se le operó un tumor cerebral benigno… y, de paso, en el 2004 declaró que se le había diagnosticado una falla cardíaca. En otras palabras, realmente lo sorprendente es que haya durado tanto, no que se haya muerto “tan repentinamente”, como andan diciendo por ahí.
Pero acá no quiero ponerle más cohetes a su muerte de los que ya hay, y lo de “celebrar su vida” también me parece un poco ridículo (alguna vez, hace años y en otro sitio e idioma, publiqué esto y esto, hablando del por qué de mi amor por ella). Pues sí, fue una mujer que hizo lo que le dio la gana, que debió haber conocido más amor que mucha gente (o eso pensaría uno con siete esposos distintos y ocho matrimonios), que definió una época. Lo que queda hoy es, a pesar de haber sido un fracaso comercial, el recuerdo de su entrada a Roma cubierta en oro en Cleopatra, su amistad con Michael Jackson, las fotos perturbadoras del matrimonio Minnelli-Gest y un montón de películas que fueron muy publicitadas en su tiempo y ya se le olvidaron a todo el mundo.
Si usted quiere ver a Elizabeth en su mejor momento como estrella de cine, como luminaria, como “la mujer más hermosa del mundo” (como diría el aviso publicitario de Cleopatra), tendría que irse a la época Taylor-Burton: primero, porque a cada una de esas películas se le siente ese morbo finísimo que rodea a la gente que se unió a punta de escándalo (como si Brangelina se dedicara de ahora en adelante a hacer películas en bloque) y segundo porque, realmente, ver a la pareja más controversial de Hollywood en acción es un placer divino; la belleza llamativísima de Taylor, que tuvo su época dorada en los sesenta, se compagina mejor que con ninguna otra cosa con la fuerza actoral de Richard Burton (fuerza que a menudo se decía incontenible por cine, mientras él mismo se llamaba un animal de teatro: “Necesito ser grande y escandaloso, y la cámara requiere que seas pequeño y natural y sutil; mucho más natural. Yo soy tan sutil como una estampida de búfalos”)… y ocurre magia, simple magia. Hicieron, seguro, mucho cine insípido, incluso vulgar (se me ocurren Divorce His, Divorce Hers y The Sandpiper), como llegaron a la majestad del épico fracasado (la infame y deliciosa Cleopatra de Fox)… y, por supuesto, esa primera película electrizante de Mike Nichols (que pareciera la madre de otra suya décadas después, Closer), Who’s Afraid of Virginia Woolf?, una de las películas mejor actuadas que he visto en mi vida, particularmente por el par con apellido de diamante famoso.
Por otra parte, si usted quiere ver a la Elizabeth antes de convertirse en la gran tentadora de Hollywood (con poquitos matrimonios encima: en el '51 sólo se había casado con Nicky Hilton, tío abuelo de Paris), la post adolescente reciente y la niña buena de los cincuenta, habría que pasarse por sus películas de principios de esa década: Father of the Bride con Spencer Tracy (otro de los grandes actores de cine, igual que Burton, también olvidado a menudo, y también la mitad de uno de los grandes dúos hollywoodenses, con Katharine Hepburn), su primer encuentro con el hermoso y siempre consternado Montgomery Clift en A Place in the Sun y, claro, The Last Time I Saw Paris, melodrama de la postguerra olvidado por todos y en una de las películas en las que se ve más encantadora – aparte del épico Ivanhoe, donde el estudio la relegó a segundo lugar tras Joan Fontaine. Antes de esto, claro, se pueden encontrar cosillas pequeñas, de cuando todavía era una niña: ese cameo en el Jane Eyre de Fontaine y Orson Welles, Amy en la adaptación de 1949 de Little Women, sus películas con Lassie (diría luego: “Algunos de mis mejores coprotagonistas han sido perros y caballos”) y National Velvet, que la llevaría a la fama a los 12.
Finalmente, una de mis etapas preferidas en la carrera de la diva de los ojos violeta – espero me disculpen por el desorden cronológico – es, justamente, donde hace la transición entre las dos imágenes anteriores: ahí cuando empieza a descubrirse que, detrás de la carita de ángel, resulta que hay una buena actriz. La época después de Giant (“clásico” que yo considero aburridísimo, pero no hay duda de que ella, igual que Rock Hudson, estuvo maravillosa… y, bueno, de James Dean quizá hable en otro momento), cuando estuvo nominada al Oscar por tres años consecutivos hasta ganar al cuarto, con la peor actuación de las anteriores. Esta fue la época de Cat on a Hot Tin Roof, adaptación de la obra de Tennessee Williams genialmente actuada, particularmente por ella y por ese otro par de ojos hermosos, Paul Newman… y también es la época, en 1959, en la que Elizabeth haría Suddenly, Last Summer, otra adaptación de Williams: actuación que siempre me ha parecido la mejor de su carrera fílmica y una de las más eléctricas que he visto (comparable sólo con el Stanley Kowalski de Marlon Brando, también sacada de la pluma del escritor sureño - por cierto, que ambos hicieron una peli interesantosa juntos casi una década después, Reflections on a Golden Eye), dejando en la sombra no sólo a su amigo Monty Clift, si no a una de las actrices más potentes que ha visto el cine, Katharine Hepburn – lo cual no se dice a la ligera.
En realidad siempre faltarán cosas que contar de Elizabeth Taylor (Hilton Wilding Todd Fisher Burton Burton Warner Fortensky), como su afición a los diamantes, su activismo por el SIDA (causa a la que se uniría en los ochenta después de la muerte de su amigo Rock Hudson, cuando todo el mundo todavía tenía pavor de aquella enfermedad desconocida), su particular número de matrimonios, su eterna lealtad a Michael Jackson. En sesenta años se ha gastado mucha tinta, mucho tiempo al aire y mucho espacio de Internet hablando de la Taylor, y se seguirá gastando. La pretensión acá es que, más allá de los escándalos y de las loqueras de sus últimos años, se la recuerde, también, como una actriz de muchísimas facetas y una mujer que, aparte de ser excepcionalmente bella, pareciera expandirse por todas partes y no acabarse nunca.

Estereotipos (1)

viernes, 11 de marzo de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 15:53

Como todos sabemos, a lo largo del siglo en el que hemos tenido cine se ha formado una cantidad considerable de clichés, de estos que uno lleva diez minutos de película y ya sabe todo lo que va a suceder. Algunos, predecibles y todos, son geniales; otros, no tanto. En todo caso, porque puedo, acá va una lista (incompleta, con toda seguridad) de estereotipos de personajes de cine que no me gustaría ser ni de vaina:

- Negro en película de guerra.

- Catira tetona, promiscua y porrista de película de terror. De hecho, cualquier persona en una película de terror, por su tendencia a ser realmente idiotas (excepto el asesino, y ni siquiera es una condición sine qua non).

- Adolescente tímido y con acné que es maltratado emocionalmente durante toda la película hasta que la tipa cool se da cuenta de lo dulce que es y finalmente le hace caso. O sea, Michael Cera. Aunque en general ese tipo de películas están llenas de clichés bobos y poco interesantes.

- Zombie lento. Si mi destino es ser mordida por un zombie, me pido ser como los de 28 Days Later, que son casi atletas.

- Vampiro homosexual que brilla. Ya va, ¿qué?

- Madre de personaje de Disney.

- Chica Bond de calentamiento. Es la primera que aparece y se divide en dos tipos: la que sale en la primera escena en la que aparece 007 (ejemplo: la masajista de Thunderball) y la que Bond seduce y luego amanece muerta (la clásica es la de Goldfinger). Tienen todas algo en común: papeles mínimos de una o dos escenas como máximo.

- Judío en Varsovia nazi. No sé si aplica como estereotipo de cine o es sólo yo siendo una zorra miserable, pero el hecho es que no me gustaría entrar en esa categoría.

- Esposa de gay enclosetado en un suburbio norteamericano, sobre todo durante los cincuenta.

- Escritor en adaptación de Stephen King.

- Tipo que se mete con Chuck Norris.

Menciones honoríficas a cosas que no son personajes pero suelen pasarla bastante mal:

- Templo sagrado/objeto milenario/hallazgo antropológico increíble y mítico en película de Indiana Jones. Siempre, siempre queda destruido, o como mínimo guardado en un almacén inmenso del Estado norteamericano.

- Aston Martin de James Bond.

Perras

martes, 8 de marzo de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 14:13
Uno de los grandes problemas de nuestra sociedad es que cualquiera puede ser una perra durante quince minutos. Sí, lo considero un problema; no por la existencia en sí misma de las perras – que son una constante a través de los siglos, y, en mi opinión, una de las partes más deliciosas cuando no necesarias -, sino por cómo se ha desintegrado la institución. Sí, la institución de la perra, la arquetípica: la de carácter fuerte, con aires de cinismo, desbordando sarcasmo y llena de clase. De pronto todo el mundo se cree una, y se pierde todo el entrenamiento detrás de la cuestión.
En un mundo en el que los flashes de cualquier cosa forman “personas” en el sentido teatral de la palabra – los 140 caracteres de tuíter, los veinte episodios del reality show, los cinco minutos del último video de tu canal en YouTube –, que te convierten durante dos semanas en un meme, no es realmente difícil llamar la atención y, para las mujeres, la forma más sencilla es la de hacerse la diva. No he visto un solo reality que no tenga al menos una “perra” por temporada; una mujer completamente detestable y con ansias de poder (queriendo quedarse con el tipo, o de ganar lo que esté en juego) que te hace regresar al programa tan a menudo como recuerdes con la sola esperanza de que boten a la tipa en ese episodio.
La esencia es la misma, seguro, pero se ha desvirtuado la clase y la ironía. Mi perra preferida, por mucho, es Bette Davis, estereotípica y deliciosa: el diablo con acento sureño en Jezebel (el premio de consolación por Scarlett O’Hara que no podría interpretar por mucho que quiso), la diva del teatro en All About Eve, la mujer madura que se niega a envejecer en Mr. Skeffington, la actriz olvidada en The Star… y Bette Davis, siempre, excepto en Now, Voyager. Destaca, claro, en What Ever Happened to Baby Jane?, como la cantante infantil olvidada y hermana de una ex estrella de cine, a quien maltrató sin parar tanto delante de la cámara como detrás; y cómo no, si era interpretada por su némesis de toda la vida, Joan Crawford.
De Crawford, perra enclosetada cuya hija adoptiva describiría su infancia abusada en un libro que se convertiría en película (Mommie Dearest, si les suena), Bette Davis diría cuando le hablaron de su muerte: “Nunca deberías hablar mal de los muertos, sólo bien… Joan Crawford está muerta. ¡Bien!”
Esas eran las perras fascinantes, para las que se creaban papeles por su puro capricho, las que hacían leyendas. Se dice, incluso, que Bette Davis fue quien le puso el nombre a los premios de la Academia, cuando dijo que la estatuilla se parecía a su tío Oscar. Ya pasaron esas grandes mujeres y se desvanecieron con el Hollywood clásico… y lo que le queda a mi generación, parafraseando a Georgia Rothe, es el recuerdo de las destrucciones de la Pascualina y sus versiones 2.0.
Señores, tenemos que rescatar la cultura de la perra antes de que se termine de extinguir, porque es que ya no somos dignos, no somos dignos; si acaso lo que nos queda son las incursiones anónimas y mal hechas al bitchiness, así sin clase alguna y creyendo que nos la estamos comiendo. Todo mal.
Para terminar con la diosa de la maldad, alguna vez a Bette Davis le preguntaron por qué era tan buena haciendo ese tipo de papeles: “Creo que es porque no soy una perra. Debe ser por eso que la señorita Crawford siempre interpreta damas.”

Brindis

domingo, 6 de marzo de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 17:46

Brindo esta noche por los amores que alguna vez fueron, y por sus eternidades perdidas. Brindo por la reubicación de la esperanza – y primero por su búsqueda de nuevos hogares -, por las cuentas sin pendiente. Brindo por el momento perdido en el tiempo; por las eternidades desvanecidas a recuerdos sin vida, a palabras en un documento de Word.

Brindo, pues, por los caminos que alguna vez fueron paralelos hasta separarse en direcciones distintas. Y brindo finalmente, aunque no lo creas, por vos, porque alguna vez te adoré con locura (alguna vez te quise por siempre), y te aseguro, cariño, que esa vez, ese tiempo, queda aún con una sonrisa en algún rincón del todo.