Manejar en Maracaibo (I)

miércoles, 29 de junio de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 23:35

Admito que he sido una mamita toda mi estadía en Maracaibo. Desde que vivo en la ciudad (es decir, casi dieciocho años: me vine a punto de cumplir los tres) he hecho un esfuerzo casi consciente por no hacer el más mínimo caso a las direcciones de por acá: nunca supe distinguir Bella Vista de 5 de Julio, me sonaba que la 3F era la competencia de la 4-D, si llegué a montarme en carrito no fueron más de tres veces y la última sucedió cuando tenía 9 o 10 años, etcétera. Lo triste es que en París me ubico en cualquier parte… el detalle es que aquí me lleva y me trae mi mamá, chamo, yo nunca he necesitado aprender por qué calles iba ella.

Aprendí a manejar hace unos tres o cuatro años, y lo hacía muy ocasionalmente: por esa época había dos carros en casa y a veces me tocaba ir sola a la universidad y regresarme. Tenía la capacidad de ir y regresar de URU y LUZ desde mi casa, pero cualquier desvío provocaba que yo terminara en San Francisco. ¿Cómo? Imposible decir. Una vez, intentando ir a URU desde la 9B, terminé en Los Haticos, perdida ‘e bolas, sin saber cómo había llegado ahí (ni siquiera pasé por El Milagro, chamo, ¡ni siquiera!) y con menos idea de cómo regresar. Por arte de magia, esa vez pude llegar a casa, obviando URU por la crisis nerviosa que cargaba por manejar por aquellos sitios perdidos a las siete y pico de la noche – y, después de aquella vez, juré no volver a manejar nunca, diciendo que ya estaba harta de que mi cuerpo detrás del volante llegara a San Francisco. Eso fue en septiembre u octubre del 2009.

Como casi todas las decisiones que uno toma a los diecinueve años (o a los veintiuno), después de un tiempo me di cuenta de que era una bobada dejar de manejar por miedo, y decidí volver a agarrar el carro – de nuevo, ocasionalmente.

Hasta la semana pasada. Resulta que mi madre se fue a Europa por dos semanas y, pues, me ha tocado ser la responsable de mis propias idas y venidas a la universidad y otros sitios de interés a lo largo de la ciudad. Hoy se cumple mi primera semana en este plan, la mitad del camino, y estoy segura de que estoy más cerca a al Nirvana gracias a estos últimos siete días. Por no dejar, y en honor a mi iluminación futura (no sé si lo he dicho por aquí, pero el hecho es que mi iluminación espiritual está programada para agosto) enumeraré algunas curiosidades que he aprendido en esta primera semana de aventuras:

1. Mi mecanismo para defenderme de las personas que perturban mi paz detrás del volante es concluir que quien me ofende tiene el pene chiquito.

1.1 Los: camioneros, buseros, gandoleros (especialmente los que dejan la corneta pegada en una cola), motorizados, hombres que manejan pick-up’s (preferiblemente Silverados viejas), veinteañeros con carros caros (Mazda and the like), ganaderos con 4x4’s (aplica con el 90% de los hombres con 4x4’s, de hecho), conductores de carros tuneados, policías y guardias nacionales (cualquier hombre con una chapa que le dé algún tipo de autoridad, por limitada que sea), los tipos que te insultan porque ellos se te atravesaron a ti (ver punto 2), el hijoputa que te toca corneta antes de que el semáforo cambie a verde (ver punto 5), entre otros, lo tienen chiquito. Mínimo. Minúsculo. Las excepciones a esta regla son aquellos que no lo tienen técnicamente pequeño pero no lo saben usar. También, probablemente (aunque esta es una hipótesis no comprobada, contrario a lo primero que es una conocida ley universal), les pegan a sus mujeres (o a sus machos, qué sé yo).

1.2 Mientras más grande (mollejúo) es tu carro, tú, hombre de microscópico miembro genital, mayor tu disposición a manejarlo como si se tratara de un Ford Fiesta o un Smart.

2. El tipo que tiene pare tiene más derecho al paso que tú que estás manejando en la avenida principal. Nunca falla. También tiene derecho a tocarte corneta cuando pasas aunque sea él quien se está atravesando (¡!).

3. Las mujeres no saben manejar. No es un statement machista, es una verdad absoluta. Hay una falla cromosómica que impide el apropiado manejo vehicular. Supongo que es la manera en la que el universo equilibra que tengamos clítoris. Ojo, que no me excluyo de esto.

4. El canal de cruce es sagrado, siempre y cuando no seas tú quien está ocupando el equivocado. Es perfectamente aceptable que un degenerado de alguna de las razas mencionadas en el punto 1.1 se salte dos o tres canales para cruzar hacia el lado contrario a donde estaba originalmente. Sin embargo, si tú lo haces serás linchado y mardecido por tus coetáneos.

5. El conductor maracucho por definición está muy cerca de la iluminación, y por tanto tiene una conexión directa con el cosmos. Tan directa, que siente cuándo el semáforo está a punto de cambiar de rojo a verde, y te lo hace saber tocando corneta segundos antes de que este hecho tan terrenal como el cambio de luces ocurra. Hay que tomárselo con calma y no dejarse afectar: siempre habrá un apura’o, o una fila de apura’os, que harán esto. Perdónalos, señor, que no saben lo que hacen (porque lo tienen pequeñito).

6. Nunca, nunca se debe ir detrás del tipo que maneja en zigzag (que todos los días te encuentras al menos uno, sin importar la hora), detrás del camión y mucho menos, por amor a tu divinidad de preferencia, detrás del conductor de carrito por puesto. Jamás, chamo.

7. Dar paso al menos cinco veces al día ejercita el karma. No hay razón lógica para hacerlo, cierto, pero es lo más sano que se me ocurre en esta ciudad de animales. En Maracaibo nadie, nadie da paso. No pierdes nada con esperar cinco segundos más a que alguien que está cruzando pase antes de ti, tanto carros como peatones. Esto no aplica a los carros que se te tiran encima, claro, pero sí a los que ves que llevan ratico esperando y nadie los deja pasar. Así estés apurado, un momentico no te va a afectar en gran cosa el horario.

8. Si alguna vez me mudo a Europa no compraré carro, porque cada vez que llene el tanque voy a llorar sangre comparándolo con lo obscenamente barata que es la gasolina en este país.

9. ¿Cómo carajo hacía yo pa’ terminar siempre en San Francisco? Esa vaina es lejos, chamo. LE-JOS. ¿Tan difícil era conseguirse una redoma? ¿Un retorno? ¿Una callecita para voltear el carro? ¿Una vuelta en U? ¿Un santico que estuviera disponible? ¿Una moneda para una (sur)americana en desgracia?

10. En Maracaibo, a la libertad le echa uno mismo la gasolina.

11. Bella Vista es la Roma de Maracaibo. Todos los caminos te conducen a ella, o, más bien, ella llega a todas partes. In saecula seculorum. Amen.

Enamorarse de París

domingo, 12 de junio de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 17:08

El detalle de escribirle a París es que es llover sobre mojado, siempre: ya todo el que “ha sido alguien” (¿…?) en el último par de siglos ha dejado un pedacito de sí mismo en París. Existe, por esta lista inmensa de personas y momentos que tiene la ciudad, una definitiva cualidad de humildad opuesta: París es tanto, por todas partes y todo el tiempo, que te obliga a empequeñecer frente a la certeza de que jamás vas a igualar el hechizo de cada callejón parisino.

Esta inmensidad le da una primera dimensión superficial: las muchas, miles y millones de caras de París. La ville lumière no es una ciudad uniforme; es infinitas ciudades al mismo tiempo. Es la lentitud de Proust, la honestidad brutal de Hemingway, las marchas de Napoleón, el ennui incurable de Rimbaud; París es ella hoy, y ella en cada una de sus mil revoluciones.

Esta primera fase de encontrarse con París implica el enamoramiento de París. Enamoramiento, así dicho, tal cual teenager; el ver cómo todas las angustias se disipan ante este paraíso cosmopolita de luces y colores.

Tendría que explicarme mejor: conocí París en plena adolescencia y cumplí mis quince ahí. Por detalles que no vienen al caso, ese año y el siguiente fueron particularmente extraños e incómodos en casa, y por un buen tiempo me aferré a la ciudad como ideal de refugio, de tranquilidad y, sobre todo, de libertad (¿qué sitio podría ser mejor metáfora de libertad que la cuna de nuestra era contemporánea, desde aquel catorce de julio?). Volví a los dieciocho y estuve ahí un par de meses estudiando francés; sola como sólo he estado ahí, y feliz como no lo había sido nunca antes. Regresar esa vez a Venezuela se sintió como el preso que logró escapar por un tiempo cortísimo y lo volvieron a atrapar; así de deprimente y melodramática fue esa separación de París.

He regresado un par de veces desde entonces, en distintos momentos de mi vida, y no podría negar que una parte importante de mi forma de ver el mundo viene del París que he vivido en a lo largo de los años. La última visita, esta primavera, me hizo verla desde una perspectiva distinta. Más estable (o estable por primera vez), diría yo.

Volvamos al punto inicial: las fases del enamoramiento parisino.

Conocer París, como decía, es un coup de foudre instantáneo: arquitectónicamente, realmente es una ciudad hermosa y muy consistente consigo misma (no se encuentran estos desastres latinos de estructuras coloniales al lado de casinos) y cada dos estaciones de metro hay algún monumento histórico. El encanto es ese: todo está lleno de pasado, y reconforta sentirse acompañado por él en cada paso.

París son todas las películas que la tienen de escenario, todas las fotos, todos los versos, todos los cuadros. París es salir del metro y de pronto ver una placa en la que dice que André Breton estuvo ahí con su Nadja, y entonces sentirse la persona más chiquitita del universo.

París es la humildad forzada de admitir que, seas quien seas, tu destino nunca podrá llegarle a los talones a la historia de la ciudad. París es la Révolution, la Belle Époque, la Commune, la primavera del ’68, la Résistance, Cary Grant y Audrey Hepburn.

París es, en el fondo, la pura subjetividad: es en sí misma la Meca de las metáforas y donde caben todas ellas – por ende, es la ciudad en la que todo es probable, porque es el mundo de lo posible. París es la ciudad que se crea a sí misma y se transforma dependiendo de quién la vea.

Por todo esto, París es también la ciudad más falsa de todas: su promesa callada es una de grandeza, pero la verdad es que es una ciudad enorme, sucia y tan cosmopolita que no le importas; habla del gran pasado, pero poco tiene que ver con la ciudad de hoy, con su población flotante de miles (o millones) de turistas.

París es, si es que quiero llegar a alguna parte, esa mujer de la que se enamoran todos los hombres alguna vez en su vida: fría, hermosa y eternamente indisponible, que te mira desde su pedestal, por encima de ti. Esa misma que intuyes que te “entiende”, y que estás seguro de que sólo tú podrías hacerla feliz.

El arquetipo de esta mujer lejana se destruye en algún punto, cuando ves que la diferencia entre tú y ella es abismal, que lo único que los une realmente es cuánto tu vida ha cambiado a través de ella. Así París: siempre fue la misma, fría, pero te enamoraste de ella y te convertiste en quien eres gracias a sus particularidades.

París es, pues, la añoranza de ese pasado que no te pertenece – pero del que siempre vale la pena enamorarse, de mil maneras distintas y en diferentes etapas de la vida.