El detalle de escribirle a París es que es llover sobre mojado, siempre: ya todo el que “ha sido alguien” (¿…?) en el último par de siglos ha dejado un pedacito de sí mismo en París. Existe, por esta lista inmensa de personas y momentos que tiene la ciudad, una definitiva cualidad de humildad opuesta: París es tanto, por todas partes y todo el tiempo, que te obliga a empequeñecer frente a la certeza de que jamás vas a igualar el hechizo de cada callejón parisino.
Esta inmensidad le da una primera dimensión superficial: las muchas, miles y millones de caras de París. La ville lumière no es una ciudad uniforme; es infinitas ciudades al mismo tiempo. Es la lentitud de Proust, la honestidad brutal de Hemingway, las marchas de Napoleón, el ennui incurable de Rimbaud; París es ella hoy, y ella en cada una de sus mil revoluciones.
Esta primera fase de encontrarse con París implica el enamoramiento de París. Enamoramiento, así dicho, tal cual teenager; el ver cómo todas las angustias se disipan ante este paraíso cosmopolita de luces y colores.
Tendría que explicarme mejor: conocí París en plena adolescencia y cumplí mis quince ahí. Por detalles que no vienen al caso, ese año y el siguiente fueron particularmente extraños e incómodos en casa, y por un buen tiempo me aferré a la ciudad como ideal de refugio, de tranquilidad y, sobre todo, de libertad (¿qué sitio podría ser mejor metáfora de libertad que la cuna de nuestra era contemporánea, desde aquel catorce de julio?). Volví a los dieciocho y estuve ahí un par de meses estudiando francés; sola como sólo he estado ahí, y feliz como no lo había sido nunca antes. Regresar esa vez a Venezuela se sintió como el preso que logró escapar por un tiempo cortísimo y lo volvieron a atrapar; así de deprimente y melodramática fue esa separación de París.
He regresado un par de veces desde entonces, en distintos momentos de mi vida, y no podría negar que una parte importante de mi forma de ver el mundo viene del París que he vivido en a lo largo de los años. La última visita, esta primavera, me hizo verla desde una perspectiva distinta. Más estable (o estable por primera vez), diría yo.
Volvamos al punto inicial: las fases del enamoramiento parisino.
Conocer París, como decía, es un coup de foudre instantáneo: arquitectónicamente, realmente es una ciudad hermosa y muy consistente consigo misma (no se encuentran estos desastres latinos de estructuras coloniales al lado de casinos) y cada dos estaciones de metro hay algún monumento histórico. El encanto es ese: todo está lleno de pasado, y reconforta sentirse acompañado por él en cada paso.
París son todas las películas que la tienen de escenario, todas las fotos, todos los versos, todos los cuadros. París es salir del metro y de pronto ver una placa en la que dice que André Breton estuvo ahí con su Nadja, y entonces sentirse la persona más chiquitita del universo.
París es la humildad forzada de admitir que, seas quien seas, tu destino nunca podrá llegarle a los talones a la historia de la ciudad. París es la Révolution, la Belle Époque, la Commune, la primavera del ’68, la Résistance, Cary Grant y Audrey Hepburn.
París es, en el fondo, la pura subjetividad: es en sí misma la Meca de las metáforas y donde caben todas ellas – por ende, es la ciudad en la que todo es probable, porque es el mundo de lo posible. París es la ciudad que se crea a sí misma y se transforma dependiendo de quién la vea.
Por todo esto, París es también la ciudad más falsa de todas: su promesa callada es una de grandeza, pero la verdad es que es una ciudad enorme, sucia y tan cosmopolita que no le importas; habla del gran pasado, pero poco tiene que ver con la ciudad de hoy, con su población flotante de miles (o millones) de turistas.
París es, si es que quiero llegar a alguna parte, esa mujer de la que se enamoran todos los hombres alguna vez en su vida: fría, hermosa y eternamente indisponible, que te mira desde su pedestal, por encima de ti. Esa misma que intuyes que te “entiende”, y que estás seguro de que sólo tú podrías hacerla feliz.
El arquetipo de esta mujer lejana se destruye en algún punto, cuando ves que la diferencia entre tú y ella es abismal, que lo único que los une realmente es cuánto tu vida ha cambiado a través de ella. Así París: siempre fue la misma, fría, pero te enamoraste de ella y te convertiste en quien eres gracias a sus particularidades.
París es, pues, la añoranza de ese pasado que no te pertenece – pero del que siempre vale la pena enamorarse, de mil maneras distintas y en diferentes etapas de la vida.