Creo en pocas cosas. No creo en el ateísmo religioso que está tan de moda, ser anti-Iglesia por el solo placer de serlo me parece de adolescente y estoy harta de oír a gente citando a Nietzsche. La creencia religiosa que más me agrada es la del pastafarismo, por ridícula y orgullosa de su propia ridiculez.
Tampoco compro ninguna ideología política; me parece que los extremos son de locos, y me es más apropiado usar la derecha y la izquierda como puntos de referencia cuando no sé dónde estoy. Y no es metáfora.
Creo en esquemas, en símbolos, en la capacidad de creer. Pero de creer en algún dios, en uno material, lo encarnaría en todos los de la pantalla grande. Mis divinidades serían Bogey, la Liz, Audrey, Chaplin, Welles, Hitch, la Bergman. Y mi rito sagrado, claro está, sería verlos en acción. Así que aquí una muestra de cómo voy yo a misa.
Lo primero es conseguir un sitio; no puede haber misa sin templo. Mi sitio es mi cama, aire prendido, bien tapada; la tele está colgada en la pared y yo duermo en futón, así que el mejor ángulo lo agarro acostada.
Es importantísimo tener distintas opciones, muy variadas, antes de ver una película: el tener una sola, sin salida, te predispone de alguna manera u otra. Tiene que hablarte: la película te llama en el momento en que debe ser vista. Forzar la situación confunde y molesta sin que uno esté muy seguro de por qué. Cuando no encaja, no lo hace y punto.
La fe en el cine es algo que puede practicarse tanto en público como en privado. Ir al cine es una figura social, ante todo, y yo prefiero hacer uso de ella para cosas específicas: películas familiares, blockbusters, segundos encuentros con divinidades. La versión privada de la misa se parece a la meditación: es una comunión directa, un silencio con soundtracks. Comulgo mejor sola cuando me interesa ver algo con ojo crítico – o sea, la mayor parte del tiempo.
Una cuestión vital es que el cinéfilo, aunque haga sus búsquedas solo, quiere que el mundo entero vea lo que él. El cinéfilo, como el lector, busca enamorar a punta de lo que lo enamora: consigue maneras de llegarle a cada persona de tal o cual manera. El cinéfilo aprende no tanto a conocer a alguien por sus gustos de películas, sino a entender los gustos de los demás de acuerdo a sus leit motifs de vida. Suena pretencioso, supongo, pero después de cierto tiempo uno desarrolla la capacidad de saber exactamente qué va a gustarle a alguien con apenas conocerlo un poco; aprendes a llamar a otros al cine rodeándolos de cosas que ya saben o intuyen. Existe, supongo, cierto juego de poderes en la cuestión, cierta manipulación; pero es el mismo click que se siente al enamorarse: ese algo en común, esa pertenencia a un pedazo de alma cósmica.
El cine es infinito, y habla en todos los idiomas: le habla a los que lo ven en silencio, a los que lo comentan, a los que lo discuten infinitamente; a todos los que se predisponen conscientemente a enamorarse a través de él. El señor Javier Raya, ninja de convicción y oficio, escribió hace no mucho un set de instrucciones para ver películas con gente que podría ser muy útil – si se deja de lado el ligero sentimiento de culpa que uno siente con la instrucción 5 en sus distintos numerales, con la analidad del ritual de comer cotufas viendo pelis – y que, como él ya sabe, comparto, especialmente en la décima y última instrucción.
Siéntese, acuéstese, párese, quédese de rodillas si mejor le parece. Elija su divinidad de turno. Adore, en silencio o no, acompañado o no. Considere sus festividades religiosas como la bendita, oh grande, temporada de premiaciones, en la que se molestará y maldecirá a la Academia por vendida, pero a la que regresará cada año, siempre.
Luces, cámara, acción... y amén, carajo.