¿Sí conoces al Vagabundo? Es un pobre diablo que deambula por la ciudad y usa un frac viejísimo, deshecho, con sombrero de copa y bastón. Camina raro, con unos zapatos negros enormes de payaso, con los pies hacia afuera como un pingüino; y tiene un bigotito mínimo, justo debajo de la nariz, que confundirías con el de cierto austríaco que dio de qué hablar en el siglo XX.
Desde hace ya un par de generaciones que todos conocemos a Charlot por ósmosis cuasigenética, pero de hecho se sabe muy poco del trabajo real de Charles Chaplin. Su película más famosa hoy en día es The Great Dictator, en la que rompería su silencio de once años (cuando Hollywood producía talkies y él seguía en el cine mudo) para criticar el ascenso del nazismo y fascismo en Europa. Es la más célebre por lo “importante” de haber sido la primera que reprochaba lo que pasaba en el viejo continente, antes de que Estados Unidos y el mundo se dieran cuenta (o decidieran, vaya usted a saber) que Hitler era un monstruo… pero la verdad, no creo que sea su mejor film.
El personaje del Vagabundo (“The Tramp” en inglés y “Charlot” en francés como abreviación de Charles, nombre que fue adoptado en los países de habla hispana) ante todo fue una crítica social fortísima detrás de una cara adorable: era el representante del hombre sin suerte que quedaba relegado por aquel “capitalismo salvaje” del que seguimos oyendo todavía. Darse una pasada por Modern Times es un viaje a la Gran Depresión y al miedo de la época a la maquinización del mundo y a la consecuente pérdida de vigencia del ser humano como fuerza laboral: en una escena maravillosa de la que nacerían muchos gags animados (y un episodio de I Love Lucy), un Vagabundo somnoliento trabaja en una fábrica, apretando tuercas mientras se mueve la banda… y ésta va tan rápido que, al seguirla, termina siendo procesado por los engranajes de la máquina.
Charlot es un proletario del siglo veinte, una evolución de aquellos obreros de la Inglaterra industrial a la que hablaba Marx: se trata de un hombre pobre, hambriento, agradecido por cualquier trabajo y olvidado por el mundo. Chaplin, como buen inglés, es uno de los herederos de la tradición dickensiana del huérfano abandonado (su padre moriría cuando él era un niño y su madre pasaría el resto de su vida de manicomio en manicomio) – pero su personaje no se queda en la tragedia industrial. Es un tipo a la vez ingenuo y pícaro, hijo del vaudeville, que vive del momento y a pesar de no ganar nunca, jamás pierde el optimismo por la vida.
Hay un dejo de manipulación en Chaplin – el mismo que uno podría conseguir en el cine más sensiblero de Spielberg, como Close Encounters of the Third Kind o Schindler’s List –, claro que sí, pero es manipulación hacia la grandeza del hombre pequeño frente al mundo, en vez de hacia la imposibilidad de pelear contra éste… de la misma forma que son manipuladores los rebeldes en exilio cantando “La Marseillaise” en Casablanca, jugando con el sentido de honor y patriotismo de quien la vea. Y sí, carajo, si me van a manipular que sea en pro de la vida y no en contra de ella.
Me es imposible enumerar todo lo que me gustaría decir de Chaplin. Mi preferida de sus películas es City Lights, la primera que haría después del boom del cine hablado que empezaría con The Jazz Singer en el ’29. Decidido a no matar a su Vagabundo dándole una voz cuando el mundo ya le había imaginado alguna, Chaplin lo mantiene mudo y agrega sólo dos escenas con sonido: una en la que se traga un silbato y le da hipo, y otra en la que se enreda en la campana de un ring y no deja de hacerla sonar. En esta película no sólo actuó, dirigió y produjo, sino que también escribió la banda sonora en su totalidad – no fuera a ser que creyeran que su renuencia a hablar era por falta de habilidad frente al sonido. La trama principal es simple: el vagabundo conoce a una florista ciega que, al oír la puerta de un carro, lo confunde por un hombre rico… y él, perdidamente enamorado, hace todo lo que puede por ayudarla. Simplísima y efectiva: es una de las películas más entrañables que existen, desde la manera en la que nos enamoramos de la florista en conjunto, hasta esa última escena de entendimiento y duda en la que, por un momento, vemos a Charlot en todo su esplendor, como el hombre condenado a la mala suerte en el que brilla siempre el último vestigio de esperanza.
Esta semana Google se disfraza de Vagabundo por el cumpleaños de Chaplin, y nos invita a darnos una pasada por la era de los mimos del cine; de tener un tiempito, tampoco sobra verse el biopic de Richard Attenborough de 1992, Chaplin, en el que un Robert Downey Jr. jovencísimo hace el papel de su vida como el artista inglés – cosa que tampoco se dice a la ligera, siendo Downey Jr. uno de los mejores actores trabajando en este momento.
Enamorarse de Charlie Chaplin es enamorarse del cine en su esencia más pura, y una temporada viendo películas como The Kid, The Gold Rush, City Lights, Modern Times, The Great Dictator y Limelight (con cameo de Buster Keaton, el otro gran comediante del cine mudo, muchísimo menos conocido que el Vagabundo) se lo comprueba a cualquiera – y ahí un guiño al que todavía no sabe qué hacer en estos días de semana santa.