La verdad es que no sé qué decir. Desde que desperté el miércoles con la noticia de que Elizabeth Taylor había muerto, pensé en escribir algo e, incluso, que habría quienes esperarían eso de mí (mi ego es una vaina seria, les digo). Ese día muchas personas me dieron el pésame – por absurdo que sea – y yo realmente me sentía como la viuda dolida. Hablando de mi vida, quizá era el fin de una era: acababa de morir mi ídolo de la adolescencia.
Yo sé que esta semana, repentinamente, todo el mundo es el fan número uno de Elizabeth; de pronto todos la encuentran ridículamente hermosa, a todo el mundo se le olvidó que era una vieja loca desde hacía muchos años, están todos sorprendidísimos y se lamentan de la pérdida de la última megaestrella de la época dorada de Hollywood.
No vengo a clamar que yo sí soy la gran fan y que los demás son posers porque me parece una pérdida de tiempo, una vil mentira y una soberana pendejada: el cine, igual que todo arte, se vive en primera persona, para empezar, y de paso se disfruta de mil formas distintas; y, a veces, para redescubrir el alcance de una estrella, hace falta una muerte “inesperada” que la lave de todas las locuras que ha hecho en los últimos tiempos.
Elizabeth (siempre detestó que le dijeran Liz, así que, al menos hoy, le dedico su nombre completo), desde muy joven, fue de salud realmente precaria: tuvo problemas de espalda desde que de niña sufriera un accidente de caballo filmando National Velvet (problema que eventualmente la llevaría a una adicción a los analgésicos, en cuya rehabilitación conocería a su séptimo esposo, Larry Fortensky), en 1960 una traqueotomía le salvó la vida y, se dice, la llevó a su primer Oscar, por una buena actuación (BUtterfield 8) que no se acercaba a ser de sus mejores y mucho menos la mejor del año (quien debió haber ganado por The Apartment, Shirley MacLaine, diría: “Perdí frente a una traqueotomía”), se la declaró muerta un par de veces por distintas causas, tuvo al menos dos operaciones de cadera, cáncer de piel, se le operó un tumor cerebral benigno… y, de paso, en el 2004 declaró que se le había diagnosticado una falla cardíaca. En otras palabras, realmente lo sorprendente es que haya durado tanto, no que se haya muerto “tan repentinamente”, como andan diciendo por ahí.
Pero acá no quiero ponerle más cohetes a su muerte de los que ya hay, y lo de “celebrar su vida” también me parece un poco ridículo (alguna vez, hace años y en otro sitio e idioma, publiqué esto y esto, hablando del por qué de mi amor por ella). Pues sí, fue una mujer que hizo lo que le dio la gana, que debió haber conocido más amor que mucha gente (o eso pensaría uno con siete esposos distintos y ocho matrimonios), que definió una época. Lo que queda hoy es, a pesar de haber sido un fracaso comercial, el recuerdo de su entrada a Roma cubierta en oro en Cleopatra, su amistad con Michael Jackson, las fotos perturbadoras del matrimonio Minnelli-Gest y un montón de películas que fueron muy publicitadas en su tiempo y ya se le olvidaron a todo el mundo.
Si usted quiere ver a Elizabeth en su mejor momento como estrella de cine, como luminaria, como “la mujer más hermosa del mundo” (como diría el aviso publicitario de Cleopatra), tendría que irse a la época Taylor-Burton: primero, porque a cada una de esas películas se le siente ese morbo finísimo que rodea a la gente que se unió a punta de escándalo (como si Brangelina se dedicara de ahora en adelante a hacer películas en bloque) y segundo porque, realmente, ver a la pareja más controversial de Hollywood en acción es un placer divino; la belleza llamativísima de Taylor, que tuvo su época dorada en los sesenta, se compagina mejor que con ninguna otra cosa con la fuerza actoral de Richard Burton (fuerza que a menudo se decía incontenible por cine, mientras él mismo se llamaba un animal de teatro: “Necesito ser grande y escandaloso, y la cámara requiere que seas pequeño y natural y sutil; mucho más natural. Yo soy tan sutil como una estampida de búfalos”)… y ocurre magia, simple magia. Hicieron, seguro, mucho cine insípido, incluso vulgar (se me ocurren Divorce His, Divorce Hers y The Sandpiper), como llegaron a la majestad del épico fracasado (la infame y deliciosa Cleopatra de Fox)… y, por supuesto, esa primera película electrizante de Mike Nichols (que pareciera la madre de otra suya décadas después, Closer), Who’s Afraid of Virginia Woolf?, una de las películas mejor actuadas que he visto en mi vida, particularmente por el par con apellido de diamante famoso.
Por otra parte, si usted quiere ver a la Elizabeth antes de convertirse en la gran tentadora de Hollywood (con poquitos matrimonios encima: en el '51 sólo se había casado con Nicky Hilton, tío abuelo de Paris), la post adolescente reciente y la niña buena de los cincuenta, habría que pasarse por sus películas de principios de esa década: Father of the Bride con Spencer Tracy (otro de los grandes actores de cine, igual que Burton, también olvidado a menudo, y también la mitad de uno de los grandes dúos hollywoodenses, con Katharine Hepburn), su primer encuentro con el hermoso y siempre consternado Montgomery Clift en A Place in the Sun y, claro, The Last Time I Saw Paris, melodrama de la postguerra olvidado por todos y en una de las películas en las que se ve más encantadora – aparte del épico Ivanhoe, donde el estudio la relegó a segundo lugar tras Joan Fontaine. Antes de esto, claro, se pueden encontrar cosillas pequeñas, de cuando todavía era una niña: ese cameo en el Jane Eyre de Fontaine y Orson Welles, Amy en la adaptación de 1949 de Little Women, sus películas con Lassie (diría luego: “Algunos de mis mejores coprotagonistas han sido perros y caballos”) y National Velvet, que la llevaría a la fama a los 12.
Finalmente, una de mis etapas preferidas en la carrera de la diva de los ojos violeta – espero me disculpen por el desorden cronológico – es, justamente, donde hace la transición entre las dos imágenes anteriores: ahí cuando empieza a descubrirse que, detrás de la carita de ángel, resulta que hay una buena actriz. La época después de Giant (“clásico” que yo considero aburridísimo, pero no hay duda de que ella, igual que Rock Hudson, estuvo maravillosa… y, bueno, de James Dean quizá hable en otro momento), cuando estuvo nominada al Oscar por tres años consecutivos hasta ganar al cuarto, con la peor actuación de las anteriores. Esta fue la época de Cat on a Hot Tin Roof, adaptación de la obra de Tennessee Williams genialmente actuada, particularmente por ella y por ese otro par de ojos hermosos, Paul Newman… y también es la época, en 1959, en la que Elizabeth haría Suddenly, Last Summer, otra adaptación de Williams: actuación que siempre me ha parecido la mejor de su carrera fílmica y una de las más eléctricas que he visto (comparable sólo con el Stanley Kowalski de Marlon Brando, también sacada de la pluma del escritor sureño - por cierto, que ambos hicieron una peli interesantosa juntos casi una década después, Reflections on a Golden Eye), dejando en la sombra no sólo a su amigo Monty Clift, si no a una de las actrices más potentes que ha visto el cine, Katharine Hepburn – lo cual no se dice a la ligera.
En realidad siempre faltarán cosas que contar de Elizabeth Taylor (Hilton Wilding Todd Fisher Burton Burton Warner Fortensky), como su afición a los diamantes, su activismo por el SIDA (causa a la que se uniría en los ochenta después de la muerte de su amigo Rock Hudson, cuando todo el mundo todavía tenía pavor de aquella enfermedad desconocida), su particular número de matrimonios, su eterna lealtad a Michael Jackson. En sesenta años se ha gastado mucha tinta, mucho tiempo al aire y mucho espacio de Internet hablando de la Taylor, y se seguirá gastando. La pretensión acá es que, más allá de los escándalos y de las loqueras de sus últimos años, se la recuerde, también, como una actriz de muchísimas facetas y una mujer que, aparte de ser excepcionalmente bella, pareciera expandirse por todas partes y no acabarse nunca.