Desde diciembre del año pasado decía, medio en broma, que pensaba iluminarme en agosto del 2011. Sí, medio en broma: procuro, en la medida de lo posible, darle un vuelco (por mínimo que sea) a mi vida cuando hago un viaje grande. Sí había, en todo caso, algo desconocido que me picaba el ojo mientras salía del aeropuerto de Maiquetía: jamás había hecho un viaje así de loco.
Es la sexta vez que me siento a narrar mi viaje a México. Escribo desde un archivo de Word que tiene cinco esqueletos de comentarios, extractos que suman casi dos cuartillas. Tantas las cosas que quiero decir que no sé dónde empezar, seguir, terminar. Por otra parte, opino que, mientras más cueste escribir algo, peor sale – así que no respondo de qué pase a continuación.
No estaba planteado ir a México. El plan original, por años, era que en el verano 2011 iría a Europa a mochilear con mi mejor amiga. No sucedió por detalles que no vienen al cuento, y en un acto de irracionalidad (y, admito, de rabia e impotencia) decidí irme a visitar (conocer, ya sabemos cómo funcionan estas amistades 2.0) a uno de mis mejores amigos, Javier Raya, ninja extraordinaire.
(Por alguna razón me parece importantísimo mencionar que de hecho el ninja y yo no queríamos matarnos cuando nos despedimos en el aeropuerto, contra todo pronóstico – mío, al menos, que vivo convencida de que mi pila de neurosis me hace incapaz de convivir con nadie).
La noche en la que llegué al D.F., agotada después de un día completo de viaje, una de las primeras cosas que noté fue que, en la esquina de la casa en la que me quedaba, había un altarcito de la Virgen de Guadalupe. Me es extrañísimo: en Venezuela, cuando se ven ese tipo de altares, generalmente están en la carretera y significan que alguien murió en ese sitio. Entiendo que en México no existe esa tradición (algo mórbida, ahora que lo pienso), pero me pareció fascinante encontrármelo, pequeño como sólo puede ser algo común y corriente, iluminado en una esquina de una calle en medio de la ciudad más poblada del mundo. Como si el suelo en el que caminaba, hasta en el rincón más casual, tuviera algo de sacro; como si llegar a ese sitio hubiese sido una peregrinación de la que no estaba consciente.
Al día siguiente caminamos por el centro, fuimos a la Torre Latinoamericana y, cuando bajábamos (después de ovular al ver una placa que decía que Alfonso Cuarón, que es uno de mis directores preferidos, había grabado ahí), el ascensor quedó en completo silencio. Silencio de iglesia, de sitio de culto, casi de lugar de peregrinaje. A mí se me ocurren pocas cosas menos sagradas que la torre de una empresa de seguros, pero, me explicaba el ninja, como el lugar es patrimonio cultural y se ha convertido en especie de museo, existe cierto respeto a sus instalaciones, y de ahí aquel silencio que tan extraño me había parecido.
Por decirlo de la forma más plana posible, en mi pueblo no pasan esas cosas. Los venezolanos, gente del trópico al fin, estamos acostumbrados al ruido, en todo momento, sin tiempo de recogimiento; hay, además, un dejo de sorna siempre, que hace que pocas cosas tengan importancia real (definitivamente no un edificio, por muy cercano a museo que sea hoy en día). Los silencios solemnes en mi tierra vienen más de miedo que de respeto: somos, como nación, profundamente supersticiosos, y callamos ante la más mínima mención de expiración (no es casualidad que, una vez diagnosticado de cáncer, Hugo Chávez haya cambiado su eslogan de “Patria socialista o muerte, venceremos” a “Patria socialista, viviremos”). Caso distinto al mexicano, con esa cortina sutilísima que cubre todo un poquito de muerte, sin que esta sea algo amenazador sino, incluso, una especie de celebración – una ceremonia, acaso, con el dejo azteca que le da ese aire a culto, a sagrado, a silencio. De verdad debe ser toda una experiencia pasar un Día de los Muertos en México.
El punto al que trato de llegar es este: si en México todo es sagrado, allá me vuelvo transgresora. México saca mi lado más adolescente: me provoca (se me antoja, como dicen allá) gritar en los ascensores callados, profanar catedrales barrocas o ser parte de ritos orgiásticos en el tope de la Pirámide del Sol de Teotihuacán.
México es el sitio donde quienes buscamos equilibrio tentamos a lo sagrado. Como quien cree tanto en algo que para superarlo de alguna manera no puede hacer más que destruirlo.
No lo sabía entonces, pero salí de viaje tambaleándome en una cuerda floja. A mi alrededor habían cosas dobladas que aún no se rompían (por dar un ejemplo, días después de llegar a Venezuela murió mi abuela después de un mes terrible en el que no estuve y del que me dieron poca información para no arruinarme las vacaciones), y que empezaban a controlarme, justo por no poder controlarlas a ellas. En México se rompió algo – algo que debía romperse, definitivamente, pero, como toda ruptura, desestructuró alguna base importante. No exagero, me parece, si digo que me destruí un poco en México.
Todo viaje, igual que lo demás, ocurre en el momento en el que debe ocurrir. Para mí, cada uno trae (o debe traer), como mínimo, una promesa de libertad, una pregunta en condicional: un qué pasaría si. ¿Qué pasaría si todo lo que te negabas por miedo a la destrucción no destruye nada? ¿Qué pasaría si, incluso, la destrucción no daña nada que no sobrara?
Es lo de menos, me parece, decir que quiero casarme con la comida, con todos, toditos los manjares que sirven en ese país (llevo semanas con antojo de comida mexicana, y tengo pavor de ir a algún restaurant, notarle las costuras y ponerme a llorar de nostalgia gastronómica). Que puede que haya probado todas las marcas de cerveza mexicana (o que tuve la borrachera más épica de mi vida en México, aunque no, no fue con cerveza). Que conocí a la gente más agradable del mundo, de la que me enamoré perdidamente. Que algunos de los hombres más bellos que he visto caminan por las calles del D.F. Que aprendí a hablar un chilango bastante decente, según me dicen. Que conocí a la mitad de tuíter. Que agregué a alguien más a mi lista larguísima (y sospecho, inconclusa) de quienes me hacen falta todos los días para las cosas más nimias (así de cursi y todo, pinche cerdo acá).
Antes de ir al aeropuerto y despegar hacia Nueva York (ciudad de la que hablaré con calma en otro post), el ninja me preguntó, con toda la seriedad del mundo, si me había iluminado. Claro que no lo hice; quien busca la iluminación no la encuentra; pero tengo la impresión de que estas pequeñas destrucciones, estas pequeñas rupturas (que más bien son enormes), llevan a algún sitio, oscuro o iluminado, y eso, me parece, es mucho más de lo que se me pudo haber ocurrido pedir.
Y what happens in Mexico stays in Mexico, cabrón.