No sé en realidad qué tan confiable sean, pero a mí me da muy mala espina alguien cuyos gustos sean exactamente iguales desde hace muchos años. Esta gente que dice con orgullo que A Clockwork Orange es su película preferida desde que tiene 15 me da poco menos que angustia, no por Clockwork en sí (aunque Kubrick me parece, como Nietszche, un autor de adolescencia - aunque de eso podría hablar con calma en otro momento), sino porque qué terrible quedarse estancado en el mismo sitio tanto tiempo.
El hecho es que mientras uno crece, tanto física como metafóricamente, la visión de mundo (Weltanschauung, que dicen los teutones) debería ir cambiando, evolucionando, afinándose. Sé que a mí en lo personal me daría una tristeza terrible pensar que la cumbre de mis gustos, o de cualquier faceta de mi vida, la pasé en la adolescencia.
Siguiendo esa misma lógica, admito que sí hay gustos que permanecen, pero las razones no son las mismas: a los veintipico no te quedas sentado viendo la película que te atrapó en la adolescencia por las mismas razones que lo hiciste entonces. Y me parece que esa es una de las cosas maravillosas del arte en general, y del cine en específico: el cine bueno, el genial, acompaña de una forma u otra durante toda la vida, como si cambiara contigo, cuando es uno mismo quien se proyecta en él.
Tengo esto en la cabeza porque en la semana vi Casablanca en pantalla grande por primera vez. Y sucede que Casablanca, más que ser la película de mi adolescencia, es la que, por decirlo de alguna forma, me ha visto crecer.
Casablanca es desde que recuerdo la película preferida de mi padre (inspirándose en Rick llegó a la iglesia el día de su boda con smoking tropical blanco, para el horror de mi madre incluso cuando lo cuenta hoy, casi treinta años después), es la primera película de la que tengo conciencia y por la que entré a todas las demás.
Es la película que veía siempre con mi padre cuando la pasaban los domingos en la noche, a menudo en NCTV o en VTV y doblada (él no tiene ningún problema con el doblaje, gusto que su hija no heredó ni de lejos); la que alguna vez le grabé en VHS mientras la ponían en la tele; la que sé citar de cabo a rabo desde niña; la que me dio las primeras herramientas para crear algo parecido al ingenio y, cómo no, la primera que moldeó mi personalidad y mi visión de mundo.
Casablanca fue mi primera guía ética, cuando todavía no sabía que las ficciones son eso, precisamente. Por cursi que suene, de niña mis conceptos de amor, de honor y de sacrificio por causas mayores vinieron de ahí. Rick Blaine (personaje de acuerdo al cual mi padre ha moldeado su conducta toda la vida) era el ser duro, cínico y en el fondo férreamente honorable cuya personalidad parecía lógico imitar y copiar.
Durante mi muy incómoda adolescencia, mi burbuja frente al mundo estaba constituida de literatura en primera instancia, pero sobre todo de cine: llegaba a casa del colegio a ver películas de manera sistemática y obsesiva, leyendo crítica, jugando trivia. Veía tres, cuatro pelis al día y me enamoraba perdidamente de actores que llevaban cincuenta años muertos. Eso sí: en mi mundo adolescente, empezando por Casablanca, las mayores historias de amor quedaban truncadas, bajo la sobre-romantizada premisa jamás dicha pero siempre expuesta en todo arte de que el verdadero romance yace en la grandeza de lo efímero y jamás, jamás en las horas muertas de lo cotidiano.
Lentamente, cuando salí de la burbuja que me había creado en el colegio, Casablanca se convirtió en mi filtro: me da hasta dolor admitir que salí con más de un patán sólo por mencionar esa película, así fuera de pasada. Así de fácil, sin complicación alguna.
Nunca he dejado de ver Casablanca. Agarrarla en la tele significa llamar a mi padre, esté del otro lado del país o en el cuarto de al lado, y decirle en qué canal está, por qué escena van y que ambos citemos algún pedazo. Regularmente se la regalo en DVD y él la daña de tanto verla hasta que se la vuelvo a comprar.
Verla también significa darle menos valor a Ilsa mientras más la veo, por ser ella instrumento narrativo más que personaje; aburrirme cada vez más con el heroísmo panfletario de Victor Laszlo; conseguirle más capas al capitán Renault; encontrar a Rick un poco más despechado de cartón; notarle más el carácter propagandístico a toda la cuestión pro-De Gaulle.
Ver Casablanca, todavía, es morderme los labios para no cantar La Marseillaise a coro cuando estoy en público, contener las lágrimas ante esa escena maravillosa, la que denota la expresión sentimental que estoy segura que fue la que logró que “the good guys” triunfaran en la Segunda Guerra Mundial.
En conclusión: ver Casablanca, para mí, es recordar cómo y por qué me enamoré del cine… y por eso, precisamente, no podría deberle más a ninguna otra película.
Here’s looking at you, kid.