Elogio a los grandes locos

lunes, 4 de agosto de 2014 - Publicado por BabeDeJour en 13:35
“Algunas personas nunca enloquecen. Qué vidas tan terribles deben tener” , Charles Bukowski.

No llevo conmigo la fascinación con la locura que acompaña a casi todos los enamorados del arte (en cualquiera de sus formas). Al haber conocido mi buena dosis de locos, no aprecio particularmente los extremos que los acompañan siempre. Sin embargo nunca puedo dejar de maravillarme en la presencia de esos actos impensables para quien tenga todos los tornillos bien puestos, sublimes en su absurdo. Y es que, venga, los locos nos han llevado a donde estamos hoy; sin duda, casi todos los grandes científicos y artistas han sido tocados por un gramo de demencia. Ser “normal” a menudo también significa seguir el estándar, dejar de lado la curiosidad, no imaginar nada más allá y menos aún emprender aventuras tras algo nuevo.
La locura también es valentía.
Hace casi dos años, un austríaco llamado Felix Baumgartner decidió tirarse desde la estratósfera hasta la tierra, abriendo un paracaídas a medio camino hasta el suelo. A nadie normal se le ocurre un acto de tal magnitud: un salto de fe en toda ley, el extremo de la tercera prueba por la que pasó Indiana Jones para llegar al Santo Grial. Estamos hablando de un hombre con tal impregnación de locura que entre los oficios que cuenta su página de Wikipedia en inglés está “daredevil”, que traduce a algo así como “temerario”.
Lo que Baumgartner hizo el catorce de octubre del 2012 fue sublime: el mundo quedó congelado mientras veía a este demente, a este daredevil, tirarse en caída libre desde los límites del espacio hasta aterrizar en suelo terrestre, sano y salvo, cuatro minutos y diecinueve segundos después. En su momento, mi mejor mitad escribió algo al respecto mucho más interesante de lo que podría decir yo, pero creo que los dos pensamos lo mismo: qué maravilla la audacia de este loco sin rumbo.
Baumgartner fue lo primero que me pasó por la mente cuando, el pasado fin de semana, me encontré con ese documental maravilloso de James Marsh, Man on Wire. Llegué a él por casualidad: vi en el historial de Zen Pencils un cómic precioso de una cita del funámbulo Philippe Petit (pueden encontrarlo aquí) y vi que había un documental acerca de este loco que había caminado en cuerda floja entre las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York. Aparte, cabe destacar, ésta es una película con rating perfecto de 100% en Rotten Tomatoes, la base de datos de crítica de cine.


Man on Wire es, en resumen, la historia de un demente. Nadie en su sano juicio se entera de la construcción de las torres más altas del mundo y sueña con caminar en cuerda floja de una a la otra. Nadie remotamente cuerdo forma un plan de acción, como si se tratara de un robo de banco, para irrumpir en un complejo de oficinas con el fin de poner cables entre dos edificios.
Pero tampoco se hacen documentales maravillosos acerca de nadie cuerdo.
Sin querer queriendo, Man on Wire cuenta la historia de una época más inocente… con el agravante de hacerlo a través del punto álgido de la pérdida de la inocencia mundial. Las torres gemelas del World Trade Center se han convertido, desde el 2001, en la representación de la irrupción: la violación de la soberanía del país más seguro del mundo fue el chispazo que nos alertó al resto de que realmente no hay lugares seguros. Desde ese momento sabemos a ciencia cierta que el terrorismo existe, que está a la vuelta de la esquina, que la misma Manhattan puede ser víctima de los peores horrores.
¿Cómo se contrasta eso con la inocencia de un hombre que sólo buscaba caminar, saltar y acostarse entre las nubes?
No se logra nada palpable con saltar desde la estratosfera o balancearse entre los dos edificios más altos del mundo… pero se logra todo. Con que un hombre se atreva a hacer lo impensable, se ha atrevido la humanidad.
A través de estos grandes locos recordamos que, de hecho, ningún hombre es una isla pero es parte del continente. Nos recuerdan que somos, todos, lo que contiene ese pálido punto azul en la Vía Láctea.
Así que envío un saludo a todos los grandes locos: a Petit, a Baumgartner, a Verne, a Tesla; a los cientos o miles que, por su locura, han llegado o han buscado llegar hasta donde los demás no nos atrevemos a soñar.
Gracias por convertirnos a todos en quienes pasan por la cuerda floja entre las Torres Gemelas.

Liberarse del Libertador

sábado, 2 de agosto de 2014 - Publicado por BabeDeJour en 17:00
Es una experiencia curiosa, ver una película acerca del padre de la patria (mito fundador, por usar un término antropológico) justo antes de emigrar de ella. En este caso particular no debo ser la primera y dudo que vaya a ser la última, pero al entrar al cine a ver Libertador olvidé por completo que tenía un boleto que pronto me sacaría del país hasta nuevo aviso. Me tomó un par de escenas recordarlo, con una frase que Simón Rodríguez le dice a Bolívar que no era exactamente “dejas a tu país cuando más te necesita”, pero se le parecía bastante.
Detallitos que pegan, qué se le va a hacer. Claro que los Pepe Grillos del país de hoy son menos desafiantes en pedirle a los jóvenes que permanezcan – el sabor general es de que hay más que perder que ganar, quizá. Así se siente de mi lado de la cerca etaria, al menos; no puedo pretender saber qué sienten las generaciones anteriores a la mía, que conocieron un país distinto.
Pero, venga, que yo acá vengo a hablar (sobre todo) de cine.

Este año, en el natalicio del responsable de la independencia de cinco países suramericanos, se estrenó Libertador en Venezuela, película dirigida por Alberto Arvelo. Es nuestra epopeya nacionalista por excelencia: todo venezolano que incursiona en el arte parece destinado a llenar la cuota, en algún momento, de dedicarle una obra a Simón Bolívar.
La diferencia aquí radica en un intérprete poderosísimo y toda una producción creada para alcanzarlo. El protagonista de la película es nuestra estrella nacional, Édgar Ramírez: el hombre que nos ha llenado de gloria a través de su trabajo en superproducciones norteamericanas, el César, las nominaciones al Golden Globe y al Emmy. El resto del reparto es un combinado de distintos países latinoamericanos, españoles, un actor que se ha ganado el terror y angustia del mundo a través de Game of Thrones (para el que no sepa, según esta película Ramsay Bolton fue parte del proceso independentista suramericano; saquen sus propias conclusiones) y el miembro menos interesante de los Huston, una de las grandes familias de la realeza hollywoodense.
La historia trata de la vida de Simón Bolívar: sus proezas militares y políticas, sus ideales de unión panamericana, su historia de hombre rico que murió pobre tras todo por la patria. Se trata de una interpretación mitificada de lo que tuvo que ser un hombre fascinante, pero es la misma versión que se ha machacado durante dos siglos en las aulas de Historia, y más aún en los últimos quince años.
En cuanto a trama, Libertador no destaca de las otras tantas adaptaciones que se han hecho de la vida de Simón Bolívar: no otorga ninguna perspectiva realmente nueva o llamativa, aparte del hincapié en su esposa como motor último de acción, la figura de Simón Rodríguez como la voz de la conciencia independentista y la teoría de conspiración que sirve para sazonar el final y satisfacer a buena parte de los inversores de la producción. Libertador no se trata, como había dado a entender su campaña de publicidad, de una película que cambie la perspectiva de quién fue Simón Bolívar; por el contrario, sirve para perpetuar toda la mitología que se ha creado a su alrededor.
Ya, ya, me regreso a la película. No es que esté mal ni mucho menos, pero parece más un film para el entendido, para el que pasó horas de su infancia escuchando cuentos acerca de Bolívar. Me explico: Libertador no es un film con un arco de historia suficientemente poderoso como para ser considerada un producto de exportación. Las cosas quedan en el aire, sin un hilo que las conecte; los últimos veinte minutos se sienten como si la película se hubiera extendido demasiado y fuese necesario cortarle pedazos al final. ¿Cómo, si no, se explica el salto cuántico desde la batalla de Boyacá hasta los últimos intentos de mantener unida a la Gran Colombia?
El vestuario y sobre todo la fotografía de Libertador es probablemente lo mejor que tiene, y venga, que hay con qué: si algo tenemos en este continente son escenarios hermosos. El problema es que las escenas en puertos o en Los Andes proveen puntos mucho más interesantes que la misma historia, la cual gira en torno a las luchas que sólo hizo Bolívar y acaso Sucre, liberando ellos solitos a un continente: por ejemplo, cuando salen Santander, Miranda o Páez aparecen sólo para antagonizarlo, como si ellos mismos no hubiesen sido figuras clave en todo este asunto independentista.
La película entera recae en Édgar Ramírez, que sabemos que tiene con qué… pero quizá no haya sido la elección más apropiada para el papel. Por supuesto que lo hace bien, como se espera de un intérprete de su talla, pero se siente muy grande para interpretar a un hombre que, según todos los testimonios de la época, era físicamente pequeño y débil – aunque se tratara de una fuerza de la naturaleza a la hora de hablar y declamar en público. En todo caso, Ramírez no brilló como se esperaría de él.
De tener chance, vean Libertador. A mí me pareció poco interesante, pero he oído de mucha gente que la disfrutó un mundo. Pero, en todo caso, creo firmemente que, al un tema o personaje adaptado y readaptado hasta el cansancio, el guionista tiene la responsabilidad (o al menos debe tener la meta) de buscar la forma de hacerlo refrescante. Es cierto que no hay nada nuevo bajo el sol, pero la base de la creatividad es encontrarle la vuelta a lo existente y hacer algo distinto desde ahí.

Además de que, fíjate: bastante falta que le hace a Venezuela la creación de una personalidad alterna, humanizada y con fallas, de la figura de Simón Bolívar.