He pasado los últimos nueve meses de mi vida, más o menos, devorándome todo libro que diga Haruki Murakami en la portada. Gente que me conoce desde hace años se sorprende y casi asusta: no les cabe en la cabeza que alguien que ha dicho toda la vida que los japoneses no son humanos de pronto salga fanática de un autor nipón.
En mi defensa, sigo creyendo ferviente y unicórnicamente que los japoneses no pertenecen a la misma especie que el resto de nosotros: probablemente sean la versión evolucionada (porque nosotros somos los Homo Sapiens Beta, obviamente; quien dude, favor remitirse a Texas) y planean conquistar al mundo a través de la globalización, que no es más que un invento para hacernos comer sushi y succionar nuestros cerebros a través de ondas que se activan en cada grano de arroz que comemos.
Poniendo de lado mis teorías perfectamente lógicas, el hecho es que mi adicción particular con Murakami yace, creo, en su tratamiento de la vida y cómo parece, casi de casualidad, traspasar los confines temporales de la eternidad. ¿La eternidad tiene confines temporales? Bueno, claro: los de lo efímero y del cambio; porque la eternidad per se puede ser conseguida en el entrepisos: en el sueño, en el pensamiento, en la felicidad misma.
Por ahí William Blake decía: "to see a world in a grain of sand, and heaven in a wild flower, hold eternity in the palm of your hand, and infinity in an hour...”. Es un pensamiento hermoso pero, me temo, va más allá de mis posibilidades explicativas; así que creo que se la dedico, felizmente, a quienes lean Hard-Boiled Wonderland and the End of the World.
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Imagen, de DeviantArt: Golden-furred Unicorns, por Alice Parker.