Tengo veintidós años, veintitrés en menos de dos meses. Nací el cinco de noviembre de 1989, cuatro días antes de que cayera el muro de Berlín, de una madre politóloga y un padre internacionalista.
Crecí entre campañas, y mi primer recuerdo político es de mi padre molestando a mi madre por trabajar en la de Oswaldo Álvarez Paz, y yo siguiéndole la corriente sin saber de qué hablaba, oyendo un cuento como de chiriperos, que siempre me han dado muchísimo asco. Pasé mi infancia oyendo discusiones eternas acerca de elecciones y políticas públicas. Entré a estudiar Ciencias Políticas no porque me apasionara sino por defecto, porque qué carajo, qué es una raya más para el tigre, ya tenía la mitad de la carrera hecha.
Globalmente hablando, pertenezco a la generación que nació, por cursi que suene, a la par de la democracia o en todo caso del mundo unipolar. Al haber nacido en Caracas en 1989, crecí oyendo el cuento de mi madre embarazada de semanas en pleno toque de queda del Caracazo, buscando a mi abuela, viendo la hora, preocupada, resolviendo.
En 1998 tenía ocho años. Ese año hubo un eclipse, el presidente de los Estados Unidos como que se había dado los besos con una tal Mónica Lewinsky, nació la mayor de mis primas y eligieron a Hugo Chávez. Lo eligieron. Yo en esa época estaba muy ocupada yendo al colegio, jugando Nintendo 64 - eso, y ese rollo que y que la nueva constitución, no tenía nada que ver conmigo.
Pertenezco, sobre todas las cosas, a la generación que creció y se formó como individuo en la Quinta República. La generación que no vivió la Cuarta, el puntofijismo, la conchupancia, a Rómulo, a CAP, a los copeyanos. La generación que supo de esa cuerda de gente en Historia de Venezuela de bachillerato, fastidiadísima y con ganas de salir al recreo.
Pertenezco a la generación para la cual el mito de la Cuarta es pura excusa. A la que no le cabe en la cabeza que todavía tenga la culpa de todo gente que desde que recuerdo no estuvo en Miraflores. En mi memoria política lo que hay es un tipo vociferando desde hace años, rojizándose, yéndose al extremo. En mi registro generacional lo que hay es un paro que arruinó una navidad, damnificados, cortes eléctricos, una explosión en Amuay y excusas, tantas excusas.
Cuatro años en Ciencias Políticas después, tengo un espectro de responsabilidades más amplio, pero no me quita pertenecer a la generación a la cual pertenezco. A la que no se atreve a caminar de noche, que pasa rabia cada vez que va al Banco de Venezuela, que ha visto amigos y familia irse mientras quienes quedan planean su ida sin vuelta. Pertenezco a la generación que se alegra y se extraña de conseguir todo en el súper. A la que cuando ve a un Guardia Nacional siente un compuesto de miedo, arrechera y hartazgo - eso, hartazgo, sin haber llegado a los veinticinco, tenemos el derecho y hasta la obligación de sentirnos hartos, cómo no.
No sé si el de Henrique Capriles Radonski realmente sea el camino correcto. No me consta, no tengo bola de cristal, no sé adónde se dirige. Pero Hugo Chávez ha esbozado una idea bastante clara de adónde va el suyo, y ese, sin lugar a dudas, no me interesa seguirlo. Y, por primera vez en veintidós años de vida, tengo la capacidad, yo sola y sin que me lo cuente nadie, de poner mi huella en una elección presidencial este 7 de octubre. ¿Cómo no dejar en claro en actas cuál es la Venezuela en la que quiero vivir?