Fui una de los tres millones y pico de venezolanos que votaron en las primarias de febrero. Fui una de los casi dos millones de venezolanos que votaron por Henrique Capriles Radonski. Fui una de los no sé cuántos venezolanos que votaron por él porque parecía el mal menor, el que podría tener más chance, el que potencialmente era más “importable/exportable”.
En febrero del 2012 voté por Henrique Capriles Radonski, como a menudo se vota en este país, porque no era Chávez. No voté por él porque me parecía el mejor gerente (no vivo en Miranda), no porque creía particularmente en él, no porque estuvo empatado con Erika De La Vega, no porque me parecía que estuviera particularmente bueno, sino porque se le notaba… potable.
Voté entonces por Henrique Capriles Radonski calculando la menos mala de las opciones, y con algo de pavor: voté, a sabiendas, por un tipo bajo en carisma, que iba a contenderse con alguien que ha basado catorce años en el ámbito público en explosiones carismáticas. Voté por un tipo de aire más bien tímido, de voz queda, de gesticulación poco invasiva, más templado que pasional.
Consciente o inconscientemente, en febrero voté por el contrario de lo que he conocido en Miraflores desde que recuerdo.
Eso fue entonces. Han pasado ocho meses desde que se eligió a Henrique Capriles Radonski como candidato de la Mesa de la Unidad Democrática. Han pasado, internamente, disyuntivas varias como la tarjeta única versus plural y el gabinete del candidato. Externamente otras tantas: los ataques directos (en forma de majunche, nazi, fascista, burgués), las horas en televisión y radio (y los ríos de tinta) gastados en contra del “paquetazo neoliberal”, la prohibición no acatada de usar la gorra tricolor (que se ha convertido en un símbolo de la campaña de Capriles).
Sin que venga al caso en la campaña – aunque claro que viene al caso – volvieron los cortes de luz, se implantó el “chip de gasolina” en el estado Táchira y se intentó igualmente en el Zulia, explotaron tanques en Amuay, le cayó un rayo a la refinería de El Palito, hubo más revueltas carcelarias, esta vez en La Planta. Sin contar los muertos cada fin de semana, dentro de barrios y fuera de ellos, o los secuestros, o los atracos.
Una Venezuela, es evidente, fuera del control. Una Venezuela que se le sale de las manos a quienes deberían tener la capacidad de, aunque no manejarla, sí poder encauzarla a resolver las contingencias que presenta.
Mientras tanto, se tenía noticia de Henrique Capriles Radonski estando aquí, allá, en tal otro sitio. De pronto escuchabas el cuento de que acababa de hablar en el Táchira, pero chico si esta mañana estaba aquí, pero ya va, ¿no estaba en Mérida ayer en la tarde, y luego en Buenas Noches? Hubo un click en algún punto de la campaña: de repente, Capriles estaba en todas partes al mismo tiempo, tenía un discurso consistente, llegaba a un sitio y te echaban el cuento de las desmayadas, como si fuera una estrella de rock.
Cuando nos dimos cuenta, Henrique Capriles Radonski dejó de ser “cualquier cosa menos Chávez” para convertirse en “El Flaco”. Desarrolló una personalidad propia, un swing particular. Yo, lo admito, subestimé a Capriles: jamás me imaginé que resultaría en esto. En una campaña manejada como relojito primero desde los medios y segundo a punta de “patear barios” (o, más bien, patear pueblos recónditos sólo recordados por sombra en “Casas Muertas” de Otero Silva), tenemos un perfil de candidato ya definido: un hombre soltero, joven, con energía, capaz de darle tres vueltas al país en dos meses (oía hace nada que si la “vuelta Valentina Quintero” era una forma de medición de conocimiento vial venezolano, Capriles ya llevaba al menos un par) – un hombre, en fin, que estira su ritmo de vida normal a condiciones sobrehumanas en pro de la campaña, en pro de Venezuela.
Claro que esa es una imagen de campaña y que hay real detrás de proyectarla, nadie lo niega. Pero el hecho es que, sea como sea, repercute. Pónganse a pensar: ¿cuántas veces han oído o hecho comentarios acerca de lo cansado que debe estar el tipo, de lo quemado que está, de cómo ha adelgazado?
Concluyo con una historia: después de darme cuenta de que estarían todos mis amigos no afiliados a ningún partido político, decidí ir al cierre de campaña de Capriles Radonski el miércoles, el ridículamente denominado “Huracán Zuliano”. No iba a una concentración desde el 2002, cuando tenía 12-13 años y todos creíamos que marchar servía de algo. Aparte de estarlo por la cantidad de gente (que claro que habían buses, pero sólo del Zulia, porque “El Flaco” le dio bien duro al puerta a puerta, como un chico Avon), quedé maravillada, apenas llegar, cuando noté algo: contrario al 2002, ya esta no era una concentración de catiritos, de gente bonita de urbanización – lo que llenó la avenida 5 de julio en Maracaibo el miércoles fue una masa de todos los colores, una masa llena de hartazgo en primer lugar, y de esperanza en segundo porque, de una forma en la que no se sentía en el 2006 cuando se lanzó el innombrable Filósofo del Zulia, esta vez sí, finalmente, parece que hay un camino.