Cuando la campaña presidencial norteamericana del 2008, después de unas primarias demócratas más largas de lo que debieron haber sido, creí en Barack Obama. Creí en él porque, para empezar, como representante de una minoría racial, llevaba el cambio en sí mismo. Creí en él porque la era Bush había dejado un espectro de estancamiento social y económico que él se veía decidido a revertir. Creí en él porque le habló a la comunidad LGBT, a las minorías, a los desvalidos por un sistema de salud tradicionalmente desbalanceado.
Creí en Obama porque todo él exudaba esperanza, porque su imagen se convirtió en su eslogan, porque para millones dentro y fuera de EEUU él era the hope and change.
Barack Obama fue electo Presidente de los Estados Unidos, ganó un Nobel de la Paz básicamente por haber hecho tremenda campaña, mejoró la economía, luchó casi en vano por una ley de salud pública venida a menos y dio pasos modestísimos hacia un cambio social real. De igual forma Estados Unidos sigue en Afganistán y se retiró de la UNESCO con miedo a las retaliaciones diplomáticas de Israel cuando entró Palestina.
Ya no creo en Barack Obama. Me hinchó de esperanzas sin repartir acciones - pero a final de cuentas, aunque me afecte, su país y sus intereses no son los míos, o no directamente.
Aterricemos en Venezuela.
En conjunto con seis millones y medio de venezolanos, en el 2012 creí en Henrique Capriles Radonski. Creí en él, como ya escribí en otro post, al principio por ser lo contrario de lo que me había llevado al hartazgo - pero, después de una campaña (¿lo digo? Admirable, carajo), el domingo voté convencida de ser parte de un proceso que llevaría eventualmente a una Venezuela parecida al país en el que quiero vivir: tolerante, en crecimiento, por encima de la caducidad de las ideologías, en pro de movimiento y cambio.
El domingo 7 de octubre voté con algo que, hasta ahora, yo en conjunto con mi generación no habíamos conocido: esperanza. Que suena poco y suena barato, pero venme tú a decir que no entristece que la generación de relevo no crea en nadie.
Capriles nos vendió esperanza; a punta de hablarle a esa generación (tanto a la que pertenece a la élite como a la que no), de recorrer el país tres veces, de llenar avenidas de gente, de volverse El Flaco. De convertirse en bandera y símbolo.
Entre la tristeza espantosa en la que estamos metidos el 46% de la población, creo que queda un rayito de luz entre las nubes: de este proceso salió esperanza y salió un líder, y con él la representación de una generación política de relevo, que poco tiene que ver con la Cuarta y la Quinta. Salió un líder que no le habló sólo a la fuente natural de la oposición (esa vieja élite socioeconómica mejor representada por las sempiternas doñas de El Cafetal), sino que logró establecer un canal de comunicación con seis millones y medio de personas – que en este país, señores, es una cifra que supera con creces a la burguesía e incluso a lo que queda de clase media.
De aquí nos llevamos seis millones y medio de votos. Nos llevamos a un líder que por ahora se ha comportado como un campeón, más allá de la derrota – un líder que esperemos que en los años que vienen siga siendo ejemplo, porque sí, de este lado también necesitamos guía, y necesitamos esperanza. No la esperanza de un Mesías salvapatria, sino la de alguien que tenga una idea clara de una Venezuela que va a un sitio en vez de dirigirse en marcha militar hacia el abismo.
Cuando me defraudé de Barack Obama y lo llamé cobarde alguien me dijo que a veces los pueblos necesitaban un líder platónico, que encaminara desde principios y no necesariamente acciones. Que esos hombres también eran necesarios para formar países.
A Henrique Capriles Radonski no le dimos la oportunidad de gastarse, humanizarse, des-simbolizarse – y quizá esa sea parte de la ganancia detrás de la derrota: que en el papel, sigue sonando tan bien hoy como lo hizo durante la campaña. No como alguien a quien matas y no muere, sino como un candidato factible, con experiencia en gobierno, que ha subido todos los estratos (diputado-alcalde-gobernador) y sólo le falta el último. Y fíjate tú, de pronto ha empezado a salir gente diciendo que es que quizá todavía “no nos lo merecemos”.
Campaña no se hace el día de elecciones, se hace todos los días, construyendo país, aportando granitos de arena. El camino sigue ahí para quien quiera recorrerlo. Nuestro nuevo símbolo viene a decirnos eso.
Ya no creo en Barack Obama, pero sí creo en el país que me mostró Henrique Capriles Radonski. Y si se lo consiguen por ahí, díganle a ese Flaco que mil gracias por todo, y que sí, todavía hay un camino.