James Bond es un descubrimiento arqueológico, un tótem honorífico dedicado a la Guerra Fría – o al menos así había quedado establecido en la era Pierce Brosnan. Por esa época, el agente 007 queda huérfano de villanos y fuera de tiempo. En la primera de las películas de Brosnan, GoldenEye, la nueva M (bloody hell, ¡una mujer!) lo llama algo así como dinosaurio chauvinista, y una reliquia de la Guerra Fría.
A todas estas, ya desde esta época Bond se mantiene popular en taquilla por las mismas razones que lo hicieron un ícono desde los sesenta: su encanto, ingenio, los carros y demás instrumentos increíbles que destruye sistemáticamente, las mujeres hermosas que se consigue en localidades exóticas – eso sí, habiendo perdido contacto con la nueva estructura política mundial en la que se desenvuelve.
Entra Daniel Craig. Se reinicia la franquicia y se empieza a crear desde la nada al agente 007 del siglo XXI. Todo bien – pero ahora nos hace falta ese Bond, James Bond de los cincuenta años desde Dr. No: el asesino de sangre fría, que se deja llevar por capricho aunque rarísima vez por emotividad. En Casino Royale nos vuelven a presentar a Bond, esta vez como el chico nuevo en el trabajo de campo: su primer asesinato (con la falta de experticia y desastre que eso implica), el primer gran caso, el enamoramiento poco probable en la personalidad del 007 tradicional.
Si en Royale vimos el extremo del novato, en Skyfall, apenas dos películas después, descubrimos a un Bond desfasado y anacrónico: un dinosaurio de los días antes del 2.0, de WikiLeaks, cuando todavía existían los secretos y la sección 00 de MI6 aún era relevante – de nuevo, un escenario no demasiado diferente al que vimos en GoldenEye una vez terminada la Guerra Fría.
De igual forma, el Bond de Skyfall es un hombre físicamente gastado, lleno de heridas de guerra, que ha perdido su toque – en “mala” condición física (si acaso es posible decir eso del Bond de Daniel Craig) – no muy diferente al de Never Say Never Again de 1983, ese intento fuera de Eon Productions en el que Sean Connery regresó al papel que lo hizo famoso como un agente cincuentón y nada en forma, condición de la cual la película se guinda bastante.
Para mayor contexto dentro de la franquicia, se trata este de un Bond vulnerado emocionalmente, uno al cual le tocan una tecla personal (nada menos que a la figura materna, temática ahondada casi clínicamente a lo largo de la película), cosa que ya ha pasado en la serie un par de veces, más recientemente en Casino Royale pero de igual forma en On Her Majesty’s Secret Service y License to Kill.
Skyfall es, la verdad, una especie de sueño húmedo de fanático de Bond. Dirigida por Sam Mendes (quizá les suene por una peliculita llamada American Beauty), autodenominado fanático de la franquicia, la película está llena de guiños para el iniciado – incluso podría decirse que sólo para sus ojos: el Aston Martin, el trago nunca pedido pero fácilmente ubicable a quien lo conozca, y esa gloriosísima última escena en que ambos James Bond – la reliquia de la Guerra Fría y el hombre nuevo del siglo XXI – se unen en uno.
Más allá de la absoluta emoción que sentimos los Bond geeks con Skyfall por finalmente unir dos mundos, sucede que de hecho es una peli deliciosa: Daniel Craig se adapta mejor por cada película que pasa en la personalidad smooth del agente 007, cada vez estando más cómodo en sus distintas facetas y haciéndolas más propias; Judi Dench en su absoluto estado de realeza, con el componente de “última oportunidad” mientras es atacada por todos los frentes; y finalmente Javier Bardem, quien en definitiva hasta actúa mejor cuando hace de villano, como uno de los psicópatas más complejos que ha intentado matar a James Bond – comparable en cuanto a motivación con ese 006 renegado de Sean Bean en GoldenEye – y, sin lugar a dudas, de los personajes más fascinantes que han pasado por la franquicia.
Las persecuciones son explosiones lujosísimas en las que no se pierde un segundo de acción y con toda seguridad se chuparon más de la mitad del presupuesto de la película; las mujeres son bellísimas y exóticas; las localidades (especialmente el par de escenas filmadas en Shanghai) son preciosas y llamativas; tenemos un Q nuevo, más parecido a nuestra época, un geeky genius (creado por ese actor fantástico que es Ben Whishaw, mejor conocido como Grenouille en Perfume) que nada tiene que envidiarle al Q igualmente genial de John Cleese; la canción temática de Adele es la más parecida al espíritu de Bond sacado de las de Shirley Bassey que se ha visto en un buen tiempo (casi veinte años – nuevamente, creo que la más cercana está en GoldenEye, con ese tema de Tina Turner); los casinos muestran sumas de dinero que un ser humano normal no vería ni en sus sueños más perversos… y hasta hay un Dragón de Komodo que recuerda vagamente a esa escena de los cocodrilos en el Live and Let Die de Roger Moore.
En conclusión, me llevo Skyfall completa de principio a fin y, cómo no - batida, no revuelta.
A todas estas, ya desde esta época Bond se mantiene popular en taquilla por las mismas razones que lo hicieron un ícono desde los sesenta: su encanto, ingenio, los carros y demás instrumentos increíbles que destruye sistemáticamente, las mujeres hermosas que se consigue en localidades exóticas – eso sí, habiendo perdido contacto con la nueva estructura política mundial en la que se desenvuelve.
Entra Daniel Craig. Se reinicia la franquicia y se empieza a crear desde la nada al agente 007 del siglo XXI. Todo bien – pero ahora nos hace falta ese Bond, James Bond de los cincuenta años desde Dr. No: el asesino de sangre fría, que se deja llevar por capricho aunque rarísima vez por emotividad. En Casino Royale nos vuelven a presentar a Bond, esta vez como el chico nuevo en el trabajo de campo: su primer asesinato (con la falta de experticia y desastre que eso implica), el primer gran caso, el enamoramiento poco probable en la personalidad del 007 tradicional.
Si en Royale vimos el extremo del novato, en Skyfall, apenas dos películas después, descubrimos a un Bond desfasado y anacrónico: un dinosaurio de los días antes del 2.0, de WikiLeaks, cuando todavía existían los secretos y la sección 00 de MI6 aún era relevante – de nuevo, un escenario no demasiado diferente al que vimos en GoldenEye una vez terminada la Guerra Fría.
De igual forma, el Bond de Skyfall es un hombre físicamente gastado, lleno de heridas de guerra, que ha perdido su toque – en “mala” condición física (si acaso es posible decir eso del Bond de Daniel Craig) – no muy diferente al de Never Say Never Again de 1983, ese intento fuera de Eon Productions en el que Sean Connery regresó al papel que lo hizo famoso como un agente cincuentón y nada en forma, condición de la cual la película se guinda bastante.
Para mayor contexto dentro de la franquicia, se trata este de un Bond vulnerado emocionalmente, uno al cual le tocan una tecla personal (nada menos que a la figura materna, temática ahondada casi clínicamente a lo largo de la película), cosa que ya ha pasado en la serie un par de veces, más recientemente en Casino Royale pero de igual forma en On Her Majesty’s Secret Service y License to Kill.
Skyfall es, la verdad, una especie de sueño húmedo de fanático de Bond. Dirigida por Sam Mendes (quizá les suene por una peliculita llamada American Beauty), autodenominado fanático de la franquicia, la película está llena de guiños para el iniciado – incluso podría decirse que sólo para sus ojos: el Aston Martin, el trago nunca pedido pero fácilmente ubicable a quien lo conozca, y esa gloriosísima última escena en que ambos James Bond – la reliquia de la Guerra Fría y el hombre nuevo del siglo XXI – se unen en uno.
Más allá de la absoluta emoción que sentimos los Bond geeks con Skyfall por finalmente unir dos mundos, sucede que de hecho es una peli deliciosa: Daniel Craig se adapta mejor por cada película que pasa en la personalidad smooth del agente 007, cada vez estando más cómodo en sus distintas facetas y haciéndolas más propias; Judi Dench en su absoluto estado de realeza, con el componente de “última oportunidad” mientras es atacada por todos los frentes; y finalmente Javier Bardem, quien en definitiva hasta actúa mejor cuando hace de villano, como uno de los psicópatas más complejos que ha intentado matar a James Bond – comparable en cuanto a motivación con ese 006 renegado de Sean Bean en GoldenEye – y, sin lugar a dudas, de los personajes más fascinantes que han pasado por la franquicia.
Las persecuciones son explosiones lujosísimas en las que no se pierde un segundo de acción y con toda seguridad se chuparon más de la mitad del presupuesto de la película; las mujeres son bellísimas y exóticas; las localidades (especialmente el par de escenas filmadas en Shanghai) son preciosas y llamativas; tenemos un Q nuevo, más parecido a nuestra época, un geeky genius (creado por ese actor fantástico que es Ben Whishaw, mejor conocido como Grenouille en Perfume) que nada tiene que envidiarle al Q igualmente genial de John Cleese; la canción temática de Adele es la más parecida al espíritu de Bond sacado de las de Shirley Bassey que se ha visto en un buen tiempo (casi veinte años – nuevamente, creo que la más cercana está en GoldenEye, con ese tema de Tina Turner); los casinos muestran sumas de dinero que un ser humano normal no vería ni en sus sueños más perversos… y hasta hay un Dragón de Komodo que recuerda vagamente a esa escena de los cocodrilos en el Live and Let Die de Roger Moore.
En conclusión, me llevo Skyfall completa de principio a fin y, cómo no - batida, no revuelta.