De los líderes platónicos

miércoles, 10 de octubre de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 0:19

Cuando la campaña presidencial norteamericana del 2008, después de unas primarias demócratas más largas de lo que debieron haber sido, creí en Barack Obama. Creí en él porque, para empezar, como representante de una minoría racial, llevaba el cambio en sí mismo. Creí en él porque la era Bush había dejado un espectro de estancamiento social y económico que él se veía decidido a revertir. Creí en él porque le habló a la comunidad LGBT, a las minorías, a los desvalidos por un sistema de salud tradicionalmente desbalanceado. 
Creí en Obama porque todo él exudaba esperanza, porque su imagen se convirtió en su eslogan, porque para millones dentro y fuera de EEUU él era the hope and change.
Barack Obama fue electo Presidente de los Estados Unidos, ganó un Nobel de la Paz básicamente por haber hecho tremenda campaña, mejoró la economía, luchó casi en vano por una ley de salud pública venida a menos y dio pasos modestísimos hacia un cambio social real. De igual forma Estados Unidos sigue en Afganistán y se retiró de la UNESCO con miedo a las retaliaciones diplomáticas de Israel cuando entró Palestina.
Ya no creo en Barack Obama. Me hinchó de esperanzas sin repartir acciones - pero a final de cuentas, aunque me afecte, su país y sus intereses no son los míos, o no directamente.
Aterricemos en Venezuela.
En conjunto con seis millones y medio de venezolanos, en el 2012 creí en Henrique Capriles Radonski. Creí en él, como ya escribí en otro post, al principio por ser lo contrario de lo que me había llevado al hartazgo - pero, después de una campaña (¿lo digo? Admirable, carajo), el domingo voté  convencida de ser parte de un proceso que llevaría eventualmente a una Venezuela parecida al país en el que quiero vivir: tolerante, en crecimiento, por encima de la caducidad de las ideologías, en pro de movimiento y cambio.
El domingo 7 de octubre voté con algo que, hasta ahora, yo en conjunto con mi generación no habíamos conocido: esperanza. Que suena poco y suena barato, pero venme tú a decir que no entristece que la generación de relevo no crea en nadie.
Capriles nos vendió esperanza; a punta de hablarle a esa generación (tanto a la que pertenece a la élite como a la que no), de recorrer el país tres veces, de llenar avenidas de gente, de volverse El Flaco. De convertirse en bandera y símbolo.
Entre la tristeza espantosa en la que estamos metidos el 46% de la población, creo que queda un rayito de luz entre las nubes: de este proceso salió esperanza y salió un líder, y con él la representación de una generación política de relevo, que poco tiene que ver con la Cuarta y la Quinta. Salió un líder que no le habló sólo a la fuente natural de la oposición (esa vieja élite socioeconómica mejor representada por las sempiternas doñas de El Cafetal), sino que logró establecer un canal de comunicación con seis millones y medio de personas – que en este país, señores, es una cifra que supera con creces a la burguesía e incluso a lo que queda de clase media.
De aquí nos llevamos seis millones y medio de votos. Nos llevamos a un líder que por ahora se ha comportado como un campeón, más allá de la derrota – un líder que esperemos que en los años que vienen siga siendo ejemplo, porque sí, de este lado también necesitamos guía, y necesitamos esperanza. No la esperanza de un Mesías salvapatria, sino la de alguien que tenga una idea clara de una Venezuela que va a un sitio en vez de dirigirse en marcha militar hacia el abismo.
Cuando me defraudé de Barack Obama y lo llamé cobarde alguien me dijo que a veces los pueblos necesitaban un líder platónico, que encaminara desde principios y no necesariamente acciones. Que esos hombres también eran necesarios para formar países.
A Henrique Capriles Radonski no le dimos la oportunidad de gastarse, humanizarse, des-simbolizarse – y quizá esa sea parte de la ganancia detrás de la derrota: que en el papel, sigue sonando tan bien hoy como lo hizo durante la campaña. No como alguien a quien matas y no muere, sino como un candidato factible, con experiencia en gobierno, que ha subido todos los estratos (diputado-alcalde-gobernador) y sólo le falta el último. Y fíjate tú, de pronto ha empezado a salir gente diciendo que es que quizá todavía “no nos lo merecemos”.
Campaña no se hace el día de elecciones, se hace todos los días, construyendo país, aportando granitos de arena. El camino sigue ahí para quien quiera recorrerlo. Nuestro nuevo símbolo viene a decirnos eso.
Ya no creo en Barack Obama, pero sí creo en el país que me mostró Henrique Capriles Radonski. Y si se lo consiguen por ahí, díganle a ese Flaco que mil gracias por todo, y que sí, todavía hay un camino.

Henrique Capriles, hoy y entonces

viernes, 5 de octubre de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 11:57


Fui una de los tres millones y pico de venezolanos que votaron en las primarias de febrero. Fui una de los casi dos millones de venezolanos que votaron por Henrique Capriles Radonski. Fui una de los no sé cuántos venezolanos que votaron por él porque parecía el mal menor, el que podría tener más chance, el que potencialmente era más “importable/exportable”.
En febrero del 2012 voté por Henrique Capriles Radonski, como a menudo se vota en este país, porque no era Chávez. No voté por él porque me parecía el mejor gerente (no vivo en Miranda), no porque creía particularmente en él, no porque estuvo empatado con Erika De La Vega, no porque me parecía que estuviera particularmente bueno, sino porque se le notaba… potable.
Voté entonces por Henrique Capriles Radonski calculando la menos mala de las opciones, y con algo de pavor: voté, a sabiendas, por un tipo bajo en carisma, que iba a contenderse con alguien que ha basado catorce años en el ámbito público en explosiones carismáticas. Voté por un tipo de aire más bien tímido, de voz queda, de gesticulación poco invasiva, más templado que pasional.
Consciente o inconscientemente, en febrero voté por el contrario de lo que he conocido en Miraflores desde que recuerdo.
Eso fue entonces. Han pasado ocho meses desde que se eligió a Henrique Capriles Radonski como candidato de la Mesa de la Unidad Democrática. Han pasado, internamente, disyuntivas varias como la tarjeta única versus plural y el gabinete del candidato. Externamente otras tantas: los ataques directos (en forma de majunche, nazi, fascista, burgués), las horas en televisión y radio (y los ríos de tinta) gastados en contra del “paquetazo neoliberal”, la prohibición no acatada de usar la gorra tricolor (que se ha convertido en un símbolo de la campaña de Capriles).
Sin que venga al caso en la campaña – aunque claro que viene al caso – volvieron los cortes de luz, se implantó el “chip de gasolina” en el estado Táchira y se intentó igualmente en el Zulia, explotaron tanques en Amuay, le cayó un rayo a la refinería de El Palito, hubo más revueltas carcelarias, esta vez en La Planta. Sin contar los muertos cada fin de semana, dentro de barrios y fuera de ellos, o los secuestros, o los atracos.
Una Venezuela, es evidente, fuera del control. Una Venezuela que se le sale de las manos a quienes deberían tener la capacidad de, aunque no manejarla, sí poder encauzarla a resolver las contingencias que presenta.
Mientras tanto, se tenía noticia de Henrique Capriles Radonski estando aquí, allá, en tal otro sitio. De pronto escuchabas el cuento de que acababa de hablar en el Táchira, pero chico si esta mañana estaba aquí, pero ya va, ¿no estaba en Mérida ayer en la tarde, y luego en Buenas Noches? Hubo un click en algún punto de la campaña: de repente, Capriles estaba en todas partes al mismo tiempo, tenía un discurso consistente, llegaba a un sitio y te echaban el cuento de las desmayadas, como si fuera una estrella de rock.
Cuando nos dimos cuenta, Henrique Capriles Radonski dejó de ser “cualquier cosa menos Chávez” para convertirse en “El Flaco”. Desarrolló una personalidad propia, un swing particular. Yo, lo admito, subestimé a Capriles: jamás me imaginé que resultaría en esto. En una campaña manejada como relojito primero desde los medios y segundo a punta de “patear barios” (o, más bien, patear pueblos recónditos sólo recordados por sombra en “Casas Muertas” de Otero Silva), tenemos un perfil de candidato ya definido: un hombre soltero, joven, con energía, capaz de darle tres vueltas al país en dos meses (oía hace nada que si la “vuelta Valentina Quintero” era una forma de medición de conocimiento vial venezolano, Capriles ya llevaba al menos un par) – un hombre, en fin, que estira su ritmo de vida normal a condiciones sobrehumanas en pro de la campaña, en pro de Venezuela.
Claro que esa es una imagen de campaña y que hay real detrás de proyectarla, nadie lo niega. Pero el hecho es que, sea como sea, repercute. Pónganse a pensar: ¿cuántas veces han oído o hecho comentarios acerca de lo cansado que debe estar el tipo, de lo quemado que está, de cómo ha adelgazado?
Concluyo con una historia: después de darme cuenta de que estarían todos mis amigos no afiliados a ningún partido político, decidí ir al cierre de campaña de Capriles Radonski el miércoles, el ridículamente denominado “Huracán Zuliano”. No iba a una concentración desde el 2002, cuando tenía 12-13 años y todos creíamos que marchar servía de algo. Aparte de estarlo por la cantidad de gente (que claro que habían buses, pero sólo del Zulia, porque “El Flaco” le dio bien duro al puerta a puerta, como un chico Avon), quedé maravillada, apenas llegar, cuando noté algo: contrario al 2002, ya esta no era una concentración de catiritos, de gente bonita de urbanización – lo que llenó la avenida 5 de julio en Maracaibo el miércoles fue una masa de todos los colores, una masa llena de hartazgo en primer lugar, y de esperanza en segundo porque, de una forma en la que no se sentía en el 2006 cuando se lanzó el innombrable Filósofo del Zulia, esta vez sí, finalmente, parece que hay un camino.