Ubiquémonos en el tiempo: el mundo se recupera del desastre y la explosión de creatividad que representó la década de los sesenta; muertos los Kennedy, caída Praga, separados Los Beatles, desaparecido Camelot, y con el olor que queda de la hierba de Woodstock todavía flotando en el aire de Estados Unidos y del mundo.
Tenemos dos opciones para volver a surgir, al igual que las teníamos después de la Segunda Guerra. Está la linda, la rosada: escuchar a Los Carpenters, peinarse como Farrah Fawcett-Majors, cortarse las venas hasta desangrarse con la cursilería de Love Story.
El lado contrario nos cuenta una década distinta: una década de Aerosmith, de Garganta Profunda, de Al Pacino, de resaca de Vietnam, de decadencia entre las calles sucias de la Nueva York de Martin Scorsese.
Entre un lado y otro pasan miles de cosas; pasan Richard Nixon y su Watergate, pasan nuevamente y para que no nos aburramos Federico Fellini y sus circos… y pasa The Rocky Horror Picture Show de Jim Sharman, del musical de Richard O’Brien.
La película es bien absurda: después de una intro cantada por una boca pintada de rojo recordando los grandes clásicos del cine B (“Science Fiction/Double Feature”), una pareja joven va a visitar a su ex-profesor, en el camino se les revienta un caucho y terminan en un castillo donde un mayordomo sombrío los presenta al evento, una convención de Transilvania en la que un gentío de raros con lentes de sol cantan y bailan (“The Time Warp”). El anfitrión es un travesti bisexual que justo hoy muestra al mundo su Frankenstein: un hombre, rubio y musculoso, creado para satisfacer sus caprichos y depravaciones sexuales.
El concepto en sí no tiene más sentido que el de homenajear ese cine de terror de
bajo presupuesto de la vieja era, el de las producciones RKO de Val Lewton (I Walked With a Zombie, The Seventh Victim), agregándole una pizca de sátira moderna, una gota de terror cómico… y mucho de la posibilidad recién encontrada de poder ser descaradamente sexuales en el cine norteamericano. ¿En qué queda la cosa? En un festival rock ‘n roll de kitsch con canciones que uno no se podría sacar de la cabeza ni queriendo.
Yo llego tarde, tardísimo: Rocky Horror es la película de culto por excelencia desde hace más de treinta años, y yo apenas la vengo viendo ahorita. Apuradísima lo digo entonces, antes de que bote la cédula y se me noten los años que me faltan: no hay pieza que desentone en el elenco, desde la virgen que quiere convertirse en femme fatale (una Susan Sarandon jovencísima), pasando por su novio también corrompido (Barry Bostwick, tan joven hasta que lo busqué no supe que era el alcalde de Spin City), la mucama sangrienta (Patricia Quinn), el profesor rival y humanísimo que sospecha todo el plan (Jonathan Adams en un Van Helsing sin vampiro), el experimento que salió mal (Meat Loaf) y el Igor alto y espigado que pareciera haberlo planeado todo (así lo hizo – el papel de Riff Raff fue interpretado por Richard O’Brien, el creador del musical y co-escritor de la película). Pero el hecho es que el show, sin lugar a dudas, se lo roba Tim Curry en el papel del Dr. Frank-N-Furter.
Furter es la mente brillante y personificación del hedonismo que desata toda la locura y horror de la película, corrompiendo a todos hasta llegar al instinto más estomacal: el de entregarse, él y todo el castillo, al más absoluto placer, sin culpa y sin restricciones de ningún tipo. Y Curry logra, de alguna forma, que este personaje caricaturesco e inmoral sea lo suficientemente magnético como para brillar en una película que de por sí encandila en color, sonido e historia.
El hecho es que pasé veintiún años sin ver Rocky Horror por razones que no entiendo, y de pronto, por todo lo anterior y por la descarga de sexualidad cruda e irreverente que sale de cada milímetro de película, ahora no puedo vivir sin ella. Y me parece que no sobra recomendarla a cualquier persona con buen sentido del humor y deseo de un poco de decadencia kitsch en su vida.