Hay toda una generación – la mía, cabe destacar – que creció viendo a esta chica. La conocimos prepúber usando un sostén puntiagudo y cantando “Like a Virgin”, la vimos como la primera hija durante una invasión marciana y nos presentó lo que no sabíamos que era el agua tibia, de una galaxia muy muy lejana.
Me atrevo a decir que Natalie Portman es una de las mujeres más hermosas de Hollywood, que de por sí es decir bastante. Es encantadora, tiene un rostro angelical, e incluso es buena actriz, aunque siempre le falta un detalle. O le faltaba, en todo caso.
La impresión que Portman siempre me ha dado en pantalla es la de naturalidad forzada. Es casi natural, casi perfecta, pero hay un ínfimo grado de emoción al que no termina de llegar. No hablo acá de las películas de Star Wars (nadie jamás actúa bien en Star Wars, con la posible excepción de Alec Guinness y quizá Harrison Ford, sin contar a R2D2), sino de los roles con nuances que la han acercado a la grandeza. Hablo, particularmente, de su dejo despreocupado en Garden State y de su malicia extrañamente inocente en Closer. Incluso hablo de su viaje de autodescubrimiento en V for Vendetta. Siempre tenías a una Natalie muy buena, cercana a la zona cero, pero con un punto débil, un matiz ligero pero lo suficientemente importante para ser visible.
Entra Darren Aronofsky.
Tienes a un director raro. No es un raro fuera de tono, con una temática más o menos constante que entra en un canon propio, como podría serlo Tim Burton o hasta Alfonso Cuarón. No, no, el tipo simplemente es raro. Notar las similitudes entre Requiem for a Dream y The Fountain no es tarea fácil; no hay tono en común, no hay pistas. Hay, si uno está inclinado a verlo así, una sensación operática que las une; pero, cuando agarras una peli de Aronofsky en la tele a medianoche no la vas a reconocer como suya, como quizá sí podrías hacerlo con una de David Lynch. Con Aronofsky sólo te quedas y te preguntas.
Black Swan es la explosión que necesitó siempre Natalie Portman, siendo una actriz calculada, con tonos falsos que la alejaban de la perfección, del letting go: en Nina, su personaje, vemos a la bailarina perfeccionista que sueña con ser la estrella de la compañía hasta que le dan el papel protagónico del Lago de los Cisnes, en sus dos lados: la reina virginal y su gemela lujuriosa. A través de toda la película, la bailarina, en tanto se adentra en el personaje del Cisne Negro, va rompiendo los nexos que la mantenían en una niñez tardía – y en una cordura superficial.
El maestro de la compañía de ballet – un Vincent Cassel delicioso – le dice a Nina, una y otra vez, que deje de calcular sus pasos, que se parezca a Lily – Mila Kunis, el espíritu libre californiano -, que se deje ir. Entonces Nina y Natalie, de la mano como luz y sombra, se convierten en un cisne negro, en una bailarina neoyorquina y en la mejor actuación de ambas. Todo dentro de una película que, si me perdonan el arranque pseudointelectual, deja el mismo sabor a maravilla artística que un ballet de Tchaikovsky interpretado a la perfección.