Intolerable Cruelty (2003), sin pensarlo dos veces mi preferida de los Coen. |
Admito que soy la niña más
niña del mundo y si hay un género al que voy pegada siempre (aparte del
musical) es la comedia romántica - y más aún cuando es screwball (ese género casi muerto después de décadas, de respuestas
rápidas y a menudo dobles sentidos que apenas eran guiños). Desde el primer
dedito en el agua dentro del screwball comedy que significó It Happened One Night hasta los
homenajes al género más cercanos a esta época (como Down with Love o Leatherheads),
he dedicado muchas de mis horas frente a una pantalla (que no son pocas) a la
fórmula típica del chick flick: chico
conoce a chica, se presenta un enredo X por el cual se desarrolla una relación
superficial de odio que de forma casual y precisa termina en amor y
entendimiento.
Es una figura trillada, sin
duda, pero cosas más o cosas menos es una fórmula que ha dado algunas de las
películas más deliciosas de la historia del cine: las comedias de guerra de
sexos Katharine Hepburn-Spencer Tracy de los ’40 (Woman of the Year, por ejemplo), las de ingénue con splashes de sexualidad muy bien disimulada Doris Day-Rock Hudson de
los ’60 (Pillow Talk siendo el
ejemplo más divertido), las del hombre encantador y ligeramente patán que
eventualmente encuentra a la horma de su zapato (subgénero al que Cary Grant
dedicó casi toda su carrera y George Clooney los últimos quince años), las del
escritor neurótico en Manhattan (y sí, carajo, las pelis de Woody Allen pertenecen a un subgénero propio), las de enredos de
secundaria norteamericana (con una gama variadísima que vio sus días de gloria
en los ’80 con las películas de John Hughes, pero igual aún nos da cosas
geniales como Mean Girls o Easy A) y cualquier otra cantidad de modalidades, algunas más
originales que otras, que han demostrado el amplísimo rango posible dentro de una premisa
simple.
Tampoco es justo decir que es
el único género con una fórmula o con figuras arquetípicas (el primero que se
me ocurre es ese vaquero con perpetua cara de tranca pero leal como un perro y
dispuesto a sacrificarse por honor, perpetuado por John Wayne), pero probablemente ha sido
uno de los más abusados hasta su última expresión. ¿Por qué? Porque es dinero
fácil, básicamente: buscas a dos superestrellas, las juntas alrededor de un
guion con los mismos clichés de siempre y cero aportes de ingenio, agregas
quizá una localidad medianamente exótica (o te quedas con las ciudades grandes,
sobre todo en el área de Manhattan), lo pones en el microondas cinco minutos y voilà, tienes un potencial éxito. El
hecho es a final de cuentas tu audiencia base (la mujer soltera y criada por historias de Disney) ya está tan acostumbrada a la medida estándar
que lo único que espera de la comedia romántica es que esa buena mujer se quede
con Matthew McConaughey al final y lo haga un hombre de bien.
Hace poco leía una cita, creo
que de Ethan Hawke, que decía algo parecido a que con Julia Roberts se había
instaurado una nueva escuela de cine, perennemente imitada pero nunca copiada:
la de sonríe y todo estará bien. El hecho es que desde los noventa (desde Pretty Woman, venga) pareciera existir
la idea de que la comedia romántica es un género fácil y tonto, en el que cabe
cualquier actor, en el que no importa la historia mientras tenga la misma
fórmula – y, en parte, puede que venga del hecho de que parece fácil cuando lo hace Julia Roberts.
No digo que la Roberts no
haya estado en películas malas (en una carrera tan prolífica es imposible que
no sea el caso), pero definitivamente hay una naturalidad innata a su forma de
actuar que hace que ciertos ambientes más bien ligeros se vean más fáciles de
lo que son – y otro tanto pasaba con Meg Ryan antes de que el colágeno la
tomara como prisionera para no devolverla nunca.
No se crean que ese título
compartido que tenían en los noventa de reinas de la rom-com era porque, cuando igual se mantenían en guiones interesantes (When Harry Met Sally… es, por lo bajo,
encantadora; por lo alto, discutiblemente entre las mejores películas del
género), un buen elenco, visuales memorables y, cómo no, química – que
enamorarse en pantalla también se parece un poco a hacerlo sin cámaras: al
final la sensación que el género pareciera buscar es de la historia improbable
pero posible, con un sabor ligeramente mejor que el de la realidad.
Otra persona que le hizo un
daño terrible al género por un tiempo corto (temo el día que esa mujer vuelva a
ser famosa) fue Katharine Heigl en la cúspide de su éxito post Grey’s Anatomy. Sin darle muchos rodeos
a la cosa, se dedicó a poner en pantalla el mismo personaje al menos tres veces
(con Knocked Up siendo lo más
salvable y, aún así, incluso con el hype
que tuvo en su momento ya ha sido debidamente engavetada) en películas
tediosamente anti-originales y casi dolorosas de ver, que terminaban siendo
éxitos de taquilla porque, como ya decía antes que sospecho, el consumidor
parece haber olvidado que también con la comedia romántica se vale hacer buen
cine.
Todavía queda buen gusto y
buenos guiones de comedia romántica, pero como con todo, quizá los estudios se
arriesgan menos a buscar alternativas distintas a la vieja fórmula – una
fórmula que si ha funcionado por ochenta años es porque se ha sabido mantener
actualizada con los arquetipos y posibilidades de las distintas épocas.
En conclusión: la rom-com vive, la lucha sigue.