Dediqué una tesis de Ciencias
Políticas de casi ochenta páginas, indirectamente, a cuánto V for Vendetta había movido a una
generación a salir a las calles a protestar a lo largo y ancho del planeta. No
es eso exactamente, por supuesto – la adaptación ideológicamente light de la
muy anarquista novela gráfica de Alan Moore no inventó Occupy y mucho menos la Primavera Árabe -, pero no dudaría un
segundo en decir que fue la obra que le dio voz y “cara” a ambos movimientos, y
a cuantos parecidos han ocurrido en el mundo desde entonces.
A pesar de que V for Vendetta es una historia de más de
treinta años (el primer tomo de la novela se publica en 1982), la generación
con la que hizo conexión por sobre todas las otras es la mía y, en las protestas
jóvenes, desde el estreno de la película a menudo se consiguen esparcidas
máscaras de Guy Fawkes, sin mencionar que además el colectivo hacktivista más
famoso del mundo, Anonymous, ha
tomado la máscara en cuestión (con un par de espadas de pirata) como su emblema
de armas.
La que se representa en V for Vendetta es una Inglaterra
distópica, en la que reina el más absoluto orden en las calles – orden que sin
embargo se paga en discriminación, genocidio y censura, que un Estado Todopoderoso
organiza bajo la premisa de que es el precio que hay que pagar por la seguridad
(y acaso por la ciudadanía en esa gran Inglaterra que siempre prevalece). La
historia original surge en plena era Thatcher, alrededor de la paranoia y
terror de Alan Moore de que la muy conservadora Maggie llevara al país a una
ola de fascismo al mejor estilo ítalio-teutón – Moore, por muy brillante que
haya sido siempre, jamás se ha caracterizado por su frialdad de análisis ni su
cordura (y menos mal, porque qué cantidad de maravillas nos hubiésemos
perdido).
En todo caso, V for Vendetta resuena no por el Estado
über-Thatcheriano y nazi, sino por el tratamiento que Moore le da al ciudadano:
se deja bien claro que lo que hace el gobierno ocurre porque la ciudadanía es quien lo permite. En la historia, es la
ciudadanía quien se deja manipular a punta de miedo al desastre y a la
inseguridad, quien con su silencio permite el genocidio y la censura, quien se
queda en casa durante el toque de queda porque cambiar tu modalidad de vida,
aunque esta no funcione, es incómodo. Ahí es donde yace el gancho de
V, con su revolución anónima sonorizada por Tchaikovsky y adornada con fuegos
artificiales: los gobiernos se llenan de sí mismos porque la base social siente
que no es suficiente en contra de ellos – sin darse cuenta de que, precisamente
por ser base, es ella quien los sostiene.
De V for Vendetta la generación del milenio aprendió que los
gobernantes están en posiciones de poder porque el pueblo, directa o
indirectamente, los mantiene ahí… por siempre (o hasta que se acabe la crisis,
quién sabe) arruinándonos la forma tradicional de hacer democracia: termina siendo imposible
sólo quedarse callado, arrecharse de vez en cuando por las decisiones que toma
el gobierno y luego votar cada cuatro o seis años por otra opción acaso
ligeramente más representativa que la anterior.
Los que llevamos toda nuestra
vida consciente conectados a Internet (con los mishaps que eso puede incluir, sí, pero también con las toneladas
de información que tenemos a un ENTER de distancia), con toda la historia
pasada y presente en la punta de los dedos, encontramos en V (en Moore, vamos)
la cara de esa molestia en el aire, de esa impresión de que realmente las cosas no están funcionando
como debieran.
(Y en una nota aparte, en
chiquito: a mí además V for Vendetta me
arruinó un poquito el cumpleaños, fíjate, porque resulta que nací un 5 de
noviembre).