La magia de Hollywood no va a morir nunca. Es una industria completa que se fundamenta en la creación de magia, en la exaltación de los sentidos, en que los sueños (y las pesadillas) sean vistos y escuchados (en fin, vividos), buscando su más pura expresión.
Que la constelación de Hollywood no vaya a extinguirse no significa que no parpadee cuando se apaga alguna de sus estrellas – ¡y cuánta falta va a hacer O’Toole en el firmamento del séptimo arte!
Que la constelación de Hollywood no vaya a extinguirse no significa que no parpadee cuando se apaga alguna de sus estrellas – ¡y cuánta falta va a hacer O’Toole en el firmamento del séptimo arte!
Tranquilazo, con los panas.
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Peter O’Toole era el último
sobreviviente de aquella gama de grandes actores shakesperianos y
alcohólicos que poblaron los teatros londinenses en la segunda mitad del siglo
XX, grupo que contaba con leyendas como Richard Burton, Peter Finch y Richard
Harris – de esos que aún mantenían que los personajes se quedaban en el escenario
o en el plató y no se llevaban a casa.
El estilo de O’Toole, hombre
de teatro al fin, era prácticamente anti-naturalista y casi extravagante, algo
nada fácil de lograr con éxito después del boom del Método, Stanislavski y
Strasberg. Esa misma actitud (y su desprecio bastante verbalizado por la
cultura de Tinsel Town) lo mantuvo siempre al margen de la vida hollywoodense
(aunque nunca de las listas de mejores actores) y, tristemente, de quedarse con
el máximo honor del cine.
Con el récord de mayor
cantidad de nominaciones al Oscar como Mejor Actor, Peter O’Toole vio, durante
medio siglo de carrera, a ocho actores distintos pararse a recibir su premio.
El papel que lo llevó al estrellato y por el que será recordado siempre (el
épico Lawrence of Arabia de David Lean) tuvo la desgracia de competir contra el Atticus Finch de Gregory Peck. Parecida suerte lo acompañaría siete veces más,
perdiendo además contra actuaciones como el Vito Corleone de Marlon Brando, el
Mahatma Gandhi de Ben Kingsley y, más recientemente, el Idi Amin de Forest
Whitaker. Otras veces más, la injusticia de que no sonara su nombre fue más obvia.
En el 2002, la Academia le otorgó el Oscar honorífico, que casi declina
bajo el espíritu de que, en sus palabras, “todavía estoy en el juego y podría
de plano ganar el cabrón”.
O’Toole le dio a la gran
pantalla más de medio siglo de actuaciones impecables con una elegancia casi
felina, incluso andrógina (encanto que hoy hereda su compatriota Cillian
Murphy), que además lo hacía ver como el más regio de todos los pícaros: con ese guiño que
tan bien le sirvió a su rey sinvergüenza en Becket; esos ojazos azules que
atraparon a una Audrey Hepburn parisina (en esa comedia romántica del ’66, How
to Steal a Million – la pareja más joven y atractiva de la que fue parte Audrey
en toda su carrera); ese vozarrón retumbante que se derritió al probar el ratatouille que lo llevó de vuelta a su infancia campesina; en fin, ese rostro del monarca que vio arder Troya desde dentro.
Brindo esta noche por el
reencuentro, en alguna parte del todo, de Richard Burton y Peter O’Toole, bestias
salvajes de teatro y cine, que deben estar cayéndose a whiskeys como merecen dos grandes amigos que llevan treinta años
sin verse.
Mientras, acá del otro lado
siempre entristece cuando se nos apaga un gran talento – por no hablar de mi
luto pesadísimo al ver partir un irlandés tan guapo como alguna vez lo fue Lawrence de Arabia, el siempre inmenso Mr. O'Toole.