Adiós a Lawrence de Arabia

domingo, 15 de diciembre de 2013 - Publicado por BabeDeJour en 23:32
La magia de Hollywood no va a morir nunca. Es una industria completa que se fundamenta en la creación de magia, en la exaltación de los sentidos, en que los sueños (y las pesadillas) sean vistos y escuchados (en fin, vividos), buscando su más pura expresión.
Que la constelación de Hollywood no vaya a extinguirse no significa que no parpadee cuando se apaga alguna de sus estrellas – ¡y cuánta falta va a hacer O’Toole en el firmamento del séptimo arte!



Tranquilazo, con los panas.

Peter O’Toole era el último sobreviviente de aquella gama de grandes actores shakesperianos y alcohólicos que poblaron los teatros londinenses en la segunda mitad del siglo XX, grupo que contaba con leyendas como Richard Burton, Peter Finch y Richard Harris – de esos que aún mantenían que los personajes se quedaban en el escenario o en el plató y no se llevaban a casa.
El estilo de O’Toole, hombre de teatro al fin, era prácticamente anti-naturalista y casi extravagante, algo nada fácil de lograr con éxito después del boom del Método, Stanislavski y Strasberg. Esa misma actitud (y su desprecio bastante verbalizado por la cultura de Tinsel Town) lo mantuvo siempre al margen de la vida hollywoodense (aunque nunca de las listas de mejores actores) y, tristemente, de quedarse con el máximo honor del cine.
Con el récord de mayor cantidad de nominaciones al Oscar como Mejor Actor, Peter O’Toole vio, durante medio siglo de carrera, a ocho actores distintos pararse a recibir su premio. El papel que lo llevó al estrellato y por el que será recordado siempre (el épico Lawrence of Arabia de David Lean) tuvo la desgracia de competir contra el Atticus Finch de Gregory Peck. Parecida suerte lo acompañaría siete veces más, perdiendo además contra actuaciones como el Vito Corleone de Marlon Brando, el Mahatma Gandhi de Ben Kingsley y, más recientemente, el Idi Amin de Forest Whitaker. Otras veces más, la injusticia de que no sonara su nombre fue más obvia. En el 2002, la Academia le otorgó el Oscar honorífico, que casi declina bajo el espíritu de que, en sus palabras, “todavía estoy en el juego y podría de plano ganar el cabrón”.
O’Toole le dio a la gran pantalla más de medio siglo de actuaciones impecables con una elegancia casi felina, incluso andrógina (encanto que hoy hereda su compatriota Cillian Murphy), que además lo hacía ver como el más regio de todos los pícaros: con ese guiño que tan bien le sirvió a su rey sinvergüenza en Becket; esos ojazos azules que atraparon a una Audrey Hepburn parisina (en esa comedia romántica del ’66, How to Steal a Million – la pareja más joven y atractiva de la que fue parte Audrey en toda su carrera); ese vozarrón retumbante que se derritió al probar el ratatouille que lo llevó de vuelta a su infancia campesina; en fin, ese rostro del monarca que vio arder Troya desde dentro.
Brindo esta noche por el reencuentro, en alguna parte del todo, de Richard Burton y Peter O’Toole, bestias salvajes de teatro y cine, que deben estar cayéndose a whiskeys como merecen dos grandes amigos que llevan treinta años sin verse.

Mientras, acá del otro lado siempre entristece cuando se nos apaga un gran talento – por no hablar de mi luto pesadísimo al ver partir un irlandés tan guapo como alguna vez lo fue Lawrence de Arabia, el siempre inmenso Mr. O'Toole.