También la televisión es buen cine (I)

martes, 14 de enero de 2014 - Publicado por BabeDeJour en 15:43

Se trata del medio de expresión artística que más golpe psicológico ha llevado desde sus inicios: lleva generaciones siendo culpada de la idiotización de las masas, de carecer inventiva, de la violencia en menores, de la atrofiación de la imaginación, de alimentar la cultura de la sublevación de la trivialidad.
A la televisión se le achaca, venga, todo lo que está mal con la civilización.
Mi idea aquí no es hacerle una defensa como redentor de Occidente (que sí se ve mucha mierda, estamos claros: las Kardashian no se hicieron famosas precisamente a punta de trabajo duro), pero la verdad es que sí cabe hacer la salvedad de que la televisión, de hecho, ha pasado por un proceso de crecimiento muy parecido al del cine.
Tengamos en consideración que como medio masivo nace en la época de mayor represión moral del siglo XX, la década de los cincuenta – si ya el cine entonces que pasar por el Motion Picture Production Code para ser considerado apto (el “Código”, simplemente; en fin, el filtro moral de cualquier producción en Hollywood), la televisión, invitada de honor en las salas de estar de todos los norteamericanos, tenía filtros más fuertes. Durante todo el embarazo en aire de Lucille Ball, jamás siquiera se dijo la palabra “pregnant” - ¿y a quién se le olvida que Pedro y Vilma Picapiedra tenían colchones individuales, porque la censura consideraba obsceno que durmieran en una misma cama?
El avance de la censura en la televisión ha sido lento por una razón particular: por décadas, el monopolio de la transmisión lo llevaban canales abiertos, menos dados a la creatividad por su misma condición de aún llegar a todos los televisores de Estados Unidos sin esfuerzo. Y la tierra del tío Sam (que no es la única que hace televisión, pero sí quien más la exporta) tiene una particularidad: todo lo que digas públicamente será usado en tu contra. Para los canales abiertos no es negocio hacer propuestas demasiado transgresoras, porque les van a caer encima las soccer moms que no tienen nada mejor con qué llenar sus vidas fuera de quejarse de lo inmoral de todo.
Además, como cualquier industria exitosa (que tres cuartos de lo mismo le pasa al cine de Hollywood), sigue la metodología de “if it ain’t broken, don’t fix it” – que viene siendo, ¿para qué meterse con una fórmula que ha funcionado perfectamente durante décadas?
Decir que no hay buenas series en los canales tradicionales es, sin embargo, una injusticia. How I Met Your Mother puede que sea la mejor sitcom de la historia, los procesos de Criminal Minds son nada menos que fascinantes, Modern Family es una construcción preciosa y es probablemente una de las series con más corazón de los últimos tiempos.
Es innegable que la televisión abierta norteamericana produce buenas series, pero muy a menudo no son más que eso: series. Estructuras pre-construidas (algunas más creativas que otras, sin duda) de veinte o cuarenta y cinco minutos, con alrededor de veinte episodios por temporada, acerca de personajes que se mueven dentro de cánones más o menos universales, y trabajando con presupuestos que se van mayoritariamente a los sueldos crecientes de sus protagonistas o guest stars. Algunos experimentos más allá de ese canon (se me ocurren Firefly y Pushing Daisies) han durado poco por no considerarse rentables en señal abierta.
Pero, igual que la época post Código nos ha dado joyas de censura más suelta en cine, los canales de cable y por suscripción nos otorgan hoy (y desde hace unos quince años) maravillas que nos hubiésemos perdido en el monopolio de la señal abierta: algo que empezó por los diálogos hipersexualizados (aunque triviales, sin duda) de las mujeres de Sex and the City, la violencia y lenguaje de The Sopranos y el morbo de Six Feet Under (claro que HBO es el primer responsable de esta nueva ola) se ha convertido hoy en una tendencia, por demás exitosa con todo lo innovador que ofrece – que se resume, básicamente, en programación con los cojones bien puestos.
La televisión por cable y suscripción ha revolucionado no sólo los formatos (episodios de una hora sin cortes comerciales y pocos por temporada) sino también el lenguaje y la imagen – pero, sobre todo, ha presentado temáticas que hace veinte años jamás se nos hubiese ocurrido ver reflejadas en la televisión. A principios de los noventa nadie hubiese dado dos dólares por un show acerca de un profe de química que post diagnóstico de cáncer monta un laboratorio de metanfetaminas y se convierte en un monstruo de proporciones Tony Montana.
Se están rompiendo los paradigmas del núcleo familiar fuerte en el cual se ha basado el medio toda la vida (el interés familiar del Don Draper de Mad Men empieza y termina en el momento en el que su esposa e hijos fastidian su rutina de James Bond de la publicidad; Walter White se engaña a sí mismo diciendo que todo lo hace por los suyos), y quizá ya era hora. También es válido y sobre todo fiel a la naturaleza humana tratar situaciones de juegos de poder (si tienen dragones, incesto, un enano brillante y tetas cada cuatro escenas – tanto mejor), de supervivencia en los cataclismos (esos zombis horribles no se matan solos)… y, ante todo, queda lucidísimo darle a la audiencia un voto de confianza: enfocarse en personajes de compás moral estropeado y dejar que el espectador se forme su propia opinión de ellos, viendo su éxito o declive.
Este voto de confianza es más de lo que podríamos decir de muchísimo del cine hollywoodense actual, con su miedo patológico a salirse de la esfera de lo seguro: la secuela, la copia, la readaptación sin innovación, el refrito.
El aplauso de esta nueva ola televisiva se debe, más que nada, a eso: está dándole el beneficio de la duda al receptor del mensaje. Los mejores personajes de la televisión de hoy son anti-héroes, villanos, personas de carácter fuerte que ocasionalmente destruyen vidas – incluso la propia.

Hoy, a la pantalla chica ha llegado la era del psicópata, del antisocial, del soc… aunque mira, pensándolo bien, del sociópata altamente funcional mejor les hablo otro día con más calma.