Se trata del medio de
expresión artística que más golpe psicológico ha llevado desde sus inicios:
lleva generaciones siendo culpada de la idiotización de las masas, de carecer
inventiva, de la violencia en menores, de la atrofiación de la imaginación, de
alimentar la cultura de la sublevación de la trivialidad.
A la televisión se le achaca,
venga, todo lo que está mal con la civilización.
Mi idea aquí no es hacerle una defensa como redentor de Occidente (que sí se ve mucha mierda,
estamos claros: las Kardashian no se hicieron famosas precisamente a punta de trabajo
duro), pero la verdad es que sí cabe hacer la salvedad de que la televisión, de
hecho, ha pasado por un proceso de crecimiento muy parecido al del cine.
Tengamos en consideración que
como medio masivo nace en la época de mayor represión moral del siglo XX, la
década de los cincuenta – si ya el cine entonces que pasar por el
Motion Picture Production Code para ser considerado apto (el “Código”,
simplemente; en fin, el filtro moral de cualquier producción en Hollywood), la
televisión, invitada de honor en las salas de estar de todos los norteamericanos,
tenía filtros más fuertes. Durante todo el embarazo en aire de Lucille Ball,
jamás siquiera se dijo la palabra “pregnant”
- ¿y a quién se le olvida que Pedro y Vilma Picapiedra tenían colchones
individuales, porque la censura consideraba obsceno que durmieran en una misma
cama?
El avance de la censura en la
televisión ha sido lento por una razón particular: por décadas, el monopolio de
la transmisión lo llevaban canales abiertos, menos dados a la creatividad por
su misma condición de aún llegar a todos los televisores de Estados Unidos sin
esfuerzo. Y la tierra del tío Sam (que no es la única que hace televisión, pero
sí quien más la exporta) tiene una particularidad: todo lo que digas
públicamente será usado en tu contra.
Para los canales abiertos no es negocio hacer propuestas demasiado
transgresoras, porque les van a caer encima las soccer moms que no tienen nada mejor con qué llenar sus vidas fuera
de quejarse de lo inmoral de todo.
Además, como cualquier
industria exitosa (que tres cuartos de lo mismo le pasa al cine de Hollywood),
sigue la metodología de “if it ain’t
broken, don’t fix it” – que viene siendo, ¿para qué meterse con una fórmula
que ha funcionado perfectamente durante décadas?
Decir que no hay buenas
series en los canales tradicionales es, sin embargo, una injusticia. How I Met Your Mother puede que sea la
mejor sitcom de la historia, los
procesos de Criminal Minds son nada
menos que fascinantes, Modern Family
es una construcción preciosa y es probablemente una de las series con más corazón
de los últimos tiempos.
Es innegable que la
televisión abierta norteamericana produce buenas series, pero muy a menudo no
son más que eso: series. Estructuras pre-construidas (algunas más creativas que
otras, sin duda) de veinte o cuarenta y cinco minutos, con alrededor de veinte
episodios por temporada, acerca de personajes que se mueven dentro de cánones
más o menos universales, y trabajando con presupuestos que se van
mayoritariamente a los sueldos crecientes de sus protagonistas o guest stars. Algunos experimentos más
allá de ese canon (se me ocurren Firefly
y Pushing Daisies) han durado poco
por no considerarse rentables en señal abierta.
Pero, igual que la época post
Código nos ha dado joyas de censura más suelta en cine, los canales de cable y por
suscripción nos otorgan hoy (y desde hace unos quince años) maravillas que nos
hubiésemos perdido en el monopolio de la señal abierta: algo que empezó por los
diálogos hipersexualizados (aunque triviales, sin duda) de las mujeres de Sex and the City, la violencia y
lenguaje de The Sopranos y el morbo
de Six Feet Under (claro que HBO es
el primer responsable de esta nueva ola) se ha convertido hoy en una tendencia,
por demás exitosa con todo lo innovador que ofrece – que se resume,
básicamente, en programación con los cojones bien puestos.
La televisión por cable y
suscripción ha revolucionado no sólo los formatos (episodios de una hora sin cortes
comerciales y pocos por temporada) sino también el lenguaje y la imagen –
pero, sobre todo, ha presentado temáticas que hace veinte años jamás se nos
hubiese ocurrido ver reflejadas en la televisión. A principios de los noventa
nadie hubiese dado dos dólares por un show acerca de un profe de química que post
diagnóstico de cáncer monta un laboratorio de metanfetaminas y se convierte en
un monstruo de proporciones Tony Montana.
Se están rompiendo los
paradigmas del núcleo familiar fuerte en el cual se ha basado el medio toda la vida (el interés familiar del Don Draper de Mad Men empieza y termina en el momento en el que su esposa e hijos
fastidian su rutina de James Bond de la publicidad; Walter White se engaña a sí mismo diciendo que todo lo hace por los suyos), y quizá ya era
hora. También es válido y sobre todo fiel a la naturaleza humana tratar
situaciones de juegos de poder (si tienen dragones, incesto, un enano brillante
y tetas cada cuatro escenas – tanto mejor), de supervivencia en los cataclismos
(esos zombis horribles no se matan solos)… y, ante todo, queda lucidísimo darle a la
audiencia un voto de confianza: enfocarse en personajes de compás moral
estropeado y dejar que el espectador se forme su propia opinión de ellos,
viendo su éxito o declive.
Este voto de confianza es más
de lo que podríamos decir de muchísimo del cine hollywoodense actual, con su
miedo patológico a salirse de la esfera de lo seguro: la secuela, la copia, la
readaptación sin innovación, el refrito.
El aplauso de esta nueva ola
televisiva se debe, más que nada, a eso: está dándole el beneficio de la duda
al receptor del mensaje. Los mejores personajes de la televisión de hoy son
anti-héroes, villanos, personas de carácter fuerte que ocasionalmente destruyen
vidas – incluso la propia.
Hoy, a la pantalla chica ha
llegado la era del psicópata, del antisocial, del soc… aunque mira, pensándolo bien,
del sociópata altamente funcional mejor les hablo otro día con más calma.