La fascinación con Sherlock Holmes ha
trascendido durante más de un siglo por la misma razón que aún hoy vemos a
Bruce Wayne reinventándose cada par de años: los seres extraordinarios, incluso
los ficticios, permanecen en la memoria colectiva por siempre.
Aunque Looney Tunes haya hecho por décadas un
trabajo de difamación sistemático (que lo interprete Daffy ya dice bastante)
ridiculizando la figura del cuasi superhéroe de la Inglaterra victoriana,
guionistas desde que existe el cine han jugado con el personaje – se calcula que es el personaje más prolífico de la historia del cine –, con más o menos libertades creativas - por no mencionar que es la base de personajes como Spock (que según canon trekkie es de hecho descendiente de
Holmes) y el House de Hugh Laurie.
La lógica diría que un personaje que ha sido
diseccionado hasta el cansancio tendría poco que ofrecer a estas alturas,
después de más de un siglo de fan fiction
en todos los medios.
Entran Mark Gatiss y Steven Moffat. La propuesta de
su Sherlock se ve simple: Holmes en
el Londres actual, haciendo uso de las tecnologías a su alcance para resolver
misterios. El reto, sin embargo, es más complejo: ¿cómo manejas la suspensión
de la incredulidad de un Londres moderno que carezca de la referencia de Sherlock
Holmes?
Lo logran, orquestrando a
la perfección: los guiones ingeniosísimos y adaptados increíblemente bien a la
época moderna (como Watson siendo veterano de Afganistán, porque la historia se
repite), la edición perfecta, los personajes impecablemente construidos – y,
carajo, las actuaciones.
¿Cómo creerse de ahora en adelante a alguien
que no sea Benedict Cumberbatch como Holmes? El Sherlock de Cumberbatch es todo
lo que escribió Conan Doyle con el agregado de cuanto quedaba entre líneas:
mientras en el siglo XIX Holmes tenía que semi-ocultar su personalidad tras
capas de politeness (Inglaterra
victoriana al fin – su anomalía lo haría persona
non grata, un loco, un desadaptado), en el siglo XXI puede deshacerse
quedar como lo que siempre fue en el fondo: un bicho raro.
Mucho se ha dicho de Holmes a lo largo del
último siglo y pico, pero ¿qué de su biógrafo, el único hombre capaz de
soportarlo por tantísimo tiempo? En mi edición de las obras completas de
Sherlock Holmes (edición Kindle que aparentemente ya no está, pero igual acá el link para referencia),
Robert Ryan escribe de prólogo un ensayo acerca del fascinante Dr. Watson de Conan Doyle –
un hombre atraído a lo extraño y peligroso, carente en superpoderes deductivos
pero rico en humanidad o, bueno, en algo, ¿o por qué un asocial como Sherlock Holmes lo
adoptaría tan completamente, hasta llegar a necesitarlo?
Entra aquí la genialidad de Moffat y Gatiss:
nunca antes había habido un bromance tan complejo como el de los
compañeros de habitación de 221B Baker Street – y que no, ¡que no son pareja!
Aunque sin duda apoyado en guiones excelentes, Martin
Freeman nació para ser el Watson del Sherlock de Cumberbatch: más allá de la
química entre los dos actores, se trata de la precisión de los juegos de palabras y,
sobre todo, ese balance necesario que le otorga – John es la voz de la conciencia
de Sherlock, el corazón detrás de sus acciones y sobre todo la necesaria cachetada metafórica cada vez que se
pone insoportable.
El resto del reparto se siente tan natural como los protagonistas, particularmente cuatro personajes: brilla el Jim
Moriarty de Andrew Scott, que quizá tenga veinte minutos de tiempo en el aire
en todo lo que va de serie – y atrapa cada vez, peleándose la atención y
fascinación con Sherlock: el más digno y maligno de los rivales, no demasiado
lejos de un Joker. La Irene Adler de Lara Pulver, hecha de sexo e intriga, hace
convulsionar toda la mitología de la serie en un giro perfecto al personaje original de
Conan Doyle. Mycroft Holmes, interpretado por el co-creador Mark Gatiss, podría
ser fácilmente un Moriarty si no fuese por ese ápice de humanidad que le otorga su única debilidad: su hermano Sherlock. Y finalmente, la Mary Morstan de Amanda Abbington (pareja de
Martin Freeman en la vida real, complicidad que se nota en pantalla), la joya
de la tercera temporada, que logra adaptarse perfectamente a la dinámica e incluso llega
a mejorarla – cuando creías que aquello era imposible.
La serie no tiene pérdida: es sin duda lo mejor
que he visto en televisión en muchísimo tiempo. Con su formato enfurecedor
(tres episodios por temporada, de hora y media cada uno, con demasiado interim),
su guión perfecto y sus actuaciones maravillosas, lo único terrible de Sherlock
es que, una vez la ves y te haces adicto cual detective al opio, vas a necesitar tu dosis – y a saber
cuánto tiempo tarda en llegar la próxima.