He hablado antes de lo que siempre he considerado los
dos esquemas opuestos de cine espacial: el enfoque de Stanley Kubrick (de 2001, en el que las fronteras de la
Tierra son imposiblemente vastas y aterrorizadoras) versus el de Andrei
Tarkovski (de Solyaris, ese espacio
cercano que busca comunicarse con la humanidad), pero, considerando que ambas
películas tienen más de cuarenta años, es lógico que hoy en día hayan otras
obras a medio camino entre ambas, como la Moon
de Duncan Jones.
Ahora que estamos en la Era Dorada del cine de
superhéroes, me parece evidente que quien lleva la batuta de cine espacial es,
con algunas excepciones como Gravity,
el cine basado en cómics... pero otro subgénero del sci-fi, el futurista, está
reencontrándose con las mismas raíces.
Ex Machina
La trama del debut como director de Alex Garland es
fascinante: Caleb (Domhnall Gleeson), un programador que trabaja en el motor de
búsqueda más importante del mundo, Bluebook, gana en un concurso la oportunidad
de pasar una semana con el dueño de la empresa, Nathan (Oscar Isaac), otro
programador brillante a medio camino entre Steve Jobs y un Google Dude. De
entrada, Nathan tiene planes para Caleb, y después de hacerle firmar un acuerdo
de confidencialidad le muestra su creación más reciente: una inteligencia
artificial llamada Ava.
La misión de Caleb es la de examinador y conejillo de
Indias: está encargado de diseñar una versión modificada del test Turing para
determinar si las reacciones de Ava son realmente humanas.
Nathan, Caleb y Ava
Como en Her
de Spike Jonze, el protagonista termina enamorándose de la inteligencia
artificial, pero realmente el quid de la película la relación entre sus tres
personajes, en una película que parece algo así como ciencia ficción escrita
por Tennessee Williams.
Caleb es curioso y solitario, un hombre de ciencia
conflictuado que se balancea entre su conocimiento intelectual y su notable
capacidad para la empatía y el cariño; Ava aparece como un ser puro, la
primera de su especie, con ansias de conocer su papel en la humanidad y el
significado de sí misma, con una meta clara: libertad.
Pero el centro obvio de la trama es Nathan, el científico
alcohólico y profundamente egocéntrico: es el Jefe/Amigo Dudoso de Caleb y el
Padre/Creador de Ava; es el Dios del todo en tanto la casa/prisión donde se
desarrolla toda la historia funciona gracias a él y para él – esclava sexual
incluida.
Nathan es el amo de la casa, el Dr. Víctor
Frankenstein... e, incluso, el Hal 9000.
Lo fascinante de Hal en 2001 es el hecho de que intenta proteger un fin último hasta el
último momento, mostrando en el camino su condición de máquina al “volverse loco,”
tomando pasos terribles (aunque lógicos) para conseguir su fin último: entender
el monolito.
El camino de Nathan es el mismo: en su afán de crear
vida, se convierte en el responsable de actos terribles incluso llegando al
asesinato, y de igual forma no tiene entendimiento real de las consecuencia de
sus acciones ni mucho menos siente remordimiento.
En términos humanos, Nathan es un sádico: crea seres
con consciencia de sí mismos, conocimiento y emociones para luego torturarlos
psicológica, emocional y sexualmente, además de negarles cualquier atisbo de
libertad... pero, de nuevo, esos son términos humanos, y Nathan es prácticamente
una inteligencia artificial incapaz de discernir entre bien y mal.
El test de Turing
La pregunta que
mueve Ex Machina es simple: ¿qué significa ser humano? Para intentar
responderla, la película dos carácteres opuestos: la sensibilidad de Caleb (la
de Tarkovski) contra el ojo clínico y amoral de Nathan.
Mientras, Ava está
en medio y es, en esencia, lo que uno llamaría un “alma pura” sin contagio
alguno del exterior, porque ¿cómo podría contagiarse si solo ha conocido a dos
seres aparte de sí misma?
Claro que Ava
pasa el test de Turing, pero ¿acaso Garland estaba probando solo a Ava? Desde
distintas vertientes, el guion busca entender dónde empieza la humanidad de los
tres personajes y dónde termina; por mucho, el más mecánico de los tres es
Nathan, el que no pasaría la prueba por la que somete a Ava; mientras, Caleb es
una especie de corazón sangrante.
Ava, proyecto de
humano, es tan solo lo que aprendió a ser: criada por un sociópata y sin
contacto alguno con más nadie, ¿realmente puede reprochársele la forma en que
actúa? Como cualquier humano antes que ella, la primera verdadera inteligencia
artificial también es, como decía Ortega y Gasset, ella y sus circunstancias, y
a las mismas está atada.
Como cada época tiene
sus temas recurrentes, en esta era de “bebés sintéticos” (por tomar las palabras horribles de Domenico
Dolce) y avances brutales de la ciencia a cada paso, quizá uno de los leit motifs de mi generación sea la idea
de perder nuestra propia humanidad a través de las máquinas de las cuales dependemos – y el terror de que eventualmente
logren sentir como nosotros podríamos olvidar hacerlo.
La pregunta no
es si Ava se siente o no humana sino una mucho más aterradora: ¿acaso los
espectadores pasamos el test de Turing?