Siguiendo la onda de la
maldad que empecé en el post anterior (pensemos en aquello como una especie de foreplay), por acá mantengo la idea de la
fascinación por las figuras malvadas. Aunque dicha fascinación no sea nueva en
el mundo – venga, que nunca se le habrá acusado al Marqués de Sade de santo,
aunque sí de moralista – sí me parece interesante ver cómo han proliferado los villanos desde el siglo veinte.
Hay un sinfín de arquetipos
de maldad que podemos sacar de los medios del siglo pasado, en particular del
cine. Está la femme fatale a la que no le interesa pasar por encima de quien
sea (digamos, Louise Brooks en Die Büchse
der Pandora) o el hombre codicioso y sin escrúpulos (Michael Douglas en Wall Street), el hedonista más absoluto
sin la más mínima filiación con el otro (Malcolm McDowell en A Clockwork Orange). Esos son apenas
tres ejemplos de algo que podría pasarme cuartillas exponiendo; en fin, desde que el cine existe se han representado muchísimos arquetipos de
distintos tipos de maldad.
A mi parecer, sin embargo,
hay un villano del cine que sobresale ante todos los otros: Michael Corleone de The Godfather.
Mi interés en él no es tanto por las acciones que comete (que de por sí son
terribles) sino más bien por cómo llega a la posición de hacerlas: el hijo menor de Vito Corleone nunca
debió haber caído en el negocio de la familia. Michael era un hombre correcto,
criado acorde a los principios americanos del trabajo duro y todo el cuento
weberiano; un hombre asqueado por la forma en la que se manejaban los asuntos
en su casa y por esa cultura italoamericana de resolver las cosas
operáticamente a través de asesinatos y códigos.
Mike Corleone era, en
realidad, un buen muchacho. Fue criado por Don Vito y Carmela Corleone para ser
abogado, o Senador, o hasta Presidente. Contra los deseos de toda su familia
que incluso había pagado para mantenerlo fuera de la conscripción, se fue a la
Segunda Guerra Mundial para pelear por el país que lo vio crecer y del que se
sentía orgulloso. Estando de permiso, de pronto llega una noticia terrible:
hubo un atentado contra su padre, El Padrino de la Mafia neoyorquina. Obligado por
las circunstancias, entró en el mundo del crimen para no salir más nunca y
convertirse en el camino en uno de los seres más despiadados de la historia del
cine.
Michael Corleone entra al
lado equivocado de la ley a través de una primera acción que tiene lógica al perseguir el fin último de salvar a su familia y darles seguridad. Sin embargo,
irónicamente, el subsiguiente desajuste de su brújula moral es justamente lo que aleja a su familia de
una forma u otra, dejándolo solo.
¿No suena esa historia a algo
más reciente? Cambiemos al ex-Marine por un profesor de secundaria, al atentado
contra Don Vito por cáncer y a la Mafia por la fabricación de metanfetaminas.
¿Acaso el arco de Michael Corleone no es exactamente el mismo que aquel que
veríamos décadas después en Walter White?
Ya he hablado antes de mi admiración por la nueva tendencia rompe-barreras de la televisión norteamericana, y casualmente hace poco leía un artículo que decía que la
televisión nueva se tomaba como reto ser más cine de lo que el cine había sido
jamás, con todo el peso social que eso conllevaba (no recuerdo en qué artículo
fue, pero probablemente habrá sido escrito por Emily Nussbaum, la crítica de
televisión del New Yorker, siempre genial). Pero hay algo acerca de Breaking Bad, particularmente con su protagonista, Walter White: contrario a otros anti-héroes de la televisión actual como Frank Underwood, el leit motif de Walter siempre fue lograr el bien y la estabilidad de su familia... al tiempo que ésta iba deshaciéndose con cada bandeja de cristales azules que cocinaba.
Se dice que a la hora de enamorar
a Bryan Cranston de Breaking Bad, el creador Vince Gilligan le
dijo que su idea era que Walter White empezara como Mr. Chips y
terminara como Scarface. Sin duda Walt le debe mucho a Al Pacino, pero al final la cosa quizá era un poco menos en Miami y bastante más en New
York City.
Michael Corleone y Walter White son dos personajes que siguieron básicamente el mismo arco de caracterización, con resultados idénticos – más inmediatos los de Walt, sin duda, pero también es que su actuar fue considerablemente más terrible, sangriento y mucho más rápido: en tiempo de la serie, no pasan dos años entre el diagnóstico de cáncer y la última escena de Breaking Bad. A Mike, por otro lado, le tomó más de una década convertirse en un monstruo, tomando como punto de quiebre de humanidad el momento en el que manda a matar a Fredo – que, por cierto, como personaje, ¿es acaso Fredo Corleone muy distinto a Jesse Pinkman? Ambos son hijos mayores que son desplazados y se convierten en una carga para padres que lo consideran tonto. Igualmente, ambos tienen fuertes tendencias hedonistas, poca o nula capacidad de planificación a futuro y un componente importante de deslealtad, incluso cuando en el fondo son inocentes y sensibles.
Michael y Walter logran ser, al
mismo tiempo, hombres increíblemente exitosos y absolutamente patéticos. Buscan
la estabilidad de la forma más inestable, construyen imperios sobre los
cadáveres de sus enemigos, crean temor a través de las estrategias más turbias… pero alejan o indirectamente aniquilan a sus familias, los
cuales fueron siempre la esperanza tras todas sus acciones.
En conclusión, Michael
Corleone y Walter White son dos de los grandes villanos de sus respectivos
medios, sí, pero también son la personificación de una espantosa historia de
terror: la completa falta de agradecimiento y la soledad tras hacer lo
imposible, lo inhumano, por aquellos a quienes amas.
Así que ya saben, mis niños
buenos: piénsenselo dos veces antes de crear imperios del mal y matar gente por
todas partes, porque quizá sus parejas y sus hijos no los van a querer después. Pao, pao.