Donde se unen la Guerra Fría y el 2.0

jueves, 29 de noviembre de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 17:55


James Bond es un descubrimiento arqueológico, un tótem honorífico dedicado a la Guerra Fría – o al menos así había quedado establecido en la era Pierce Brosnan. Por esa época, el agente 007 queda huérfano de villanos y fuera de tiempo. En la primera de las películas de Brosnan, GoldenEye, la nueva M (bloody hell, ¡una mujer!) lo llama algo así como dinosaurio chauvinista, y una reliquia de la Guerra Fría.
A todas estas, ya desde esta época Bond se mantiene popular en taquilla por las mismas razones que lo hicieron un ícono desde los sesenta: su encanto, ingenio, los carros y demás instrumentos increíbles que destruye sistemáticamente, las mujeres hermosas que se consigue en localidades exóticas – eso sí, habiendo perdido contacto con la nueva estructura política mundial en la que se desenvuelve.
Entra Daniel Craig. Se reinicia la franquicia y se empieza a crear desde la nada al agente 007 del siglo XXI. Todo bien – pero ahora nos hace falta ese Bond, James Bond de los cincuenta años desde Dr. No: el asesino de sangre fría, que se deja llevar por capricho aunque rarísima vez por emotividad. En Casino Royale nos vuelven a presentar a Bond, esta vez como el chico nuevo en el trabajo de campo: su primer asesinato (con la falta de experticia y desastre que eso implica), el primer gran caso, el enamoramiento poco probable en la personalidad del 007 tradicional.
Si en Royale vimos el extremo del novato, en Skyfall, apenas dos películas después, descubrimos a un Bond desfasado y anacrónico: un dinosaurio de los días antes del 2.0, de WikiLeaks, cuando todavía existían los secretos y la sección 00 de MI6 aún era relevante – de nuevo, un escenario no demasiado diferente al que vimos en GoldenEye una vez terminada la Guerra Fría.
De igual forma, el Bond de Skyfall es un hombre físicamente gastado, lleno de heridas de guerra, que ha perdido su toque – en “mala” condición física (si acaso es posible decir eso del Bond de Daniel Craig) – no muy diferente al de Never Say Never Again de 1983, ese intento fuera de Eon Productions en el que Sean Connery regresó al papel que lo hizo famoso como un agente cincuentón y nada en forma, condición de la cual la película se guinda bastante.
Para mayor contexto dentro de la franquicia, se trata este de un Bond vulnerado emocionalmente, uno al cual le tocan una tecla personal (nada menos que a la figura materna, temática ahondada casi clínicamente a lo largo de la película), cosa que ya ha pasado en la serie un par de veces, más recientemente en Casino Royale pero de igual forma en On Her Majesty’s Secret Service y License to Kill.
Skyfall es, la verdad, una especie de sueño húmedo de fanático de Bond. Dirigida por Sam Mendes (quizá les suene por una peliculita llamada American Beauty), autodenominado fanático de la franquicia, la película está llena de guiños para el iniciado – incluso podría decirse que sólo para sus ojos: el Aston Martin, el trago nunca pedido pero fácilmente ubicable a quien lo conozca, y esa gloriosísima última escena en que ambos James Bond – la reliquia de la Guerra Fría y el hombre nuevo del siglo XXI – se unen en uno.
Más allá de la absoluta emoción que sentimos los Bond geeks con Skyfall por finalmente unir dos mundos, sucede que de hecho es una peli deliciosa: Daniel Craig se adapta mejor por cada película que pasa en la personalidad smooth del agente 007, cada vez estando más cómodo en sus distintas facetas y haciéndolas más propias; Judi Dench en su absoluto estado de realeza, con el componente de “última oportunidad” mientras es atacada por todos los frentes; y finalmente Javier Bardem, quien en definitiva hasta actúa mejor cuando hace de villano, como uno de los psicópatas más complejos que ha intentado matar a James Bond – comparable en cuanto a motivación con ese 006 renegado de Sean Bean en GoldenEye – y, sin lugar a dudas, de los personajes más fascinantes que han pasado por la franquicia.
Las persecuciones son explosiones lujosísimas en las que no se pierde un segundo de acción y con toda seguridad se chuparon más de la mitad del presupuesto de la película; las mujeres son bellísimas y exóticas; las localidades (especialmente el par de escenas filmadas en Shanghai) son preciosas y llamativas; tenemos un Q nuevo, más parecido a nuestra época, un geeky genius (creado por ese actor fantástico que es Ben Whishaw, mejor conocido como Grenouille en Perfume) que nada tiene que envidiarle al Q igualmente genial de John Cleese; la canción temática de Adele es la más parecida al espíritu de Bond sacado de las de Shirley Bassey que se ha visto en un buen tiempo (casi veinte años – nuevamente, creo que la más cercana está en GoldenEye, con ese tema de Tina Turner); los casinos muestran sumas de dinero que un ser humano normal no vería ni en sus sueños más perversos… y hasta hay un Dragón de Komodo que recuerda vagamente a esa escena de los cocodrilos en el Live and Let Die de Roger Moore.
En conclusión, me llevo Skyfall completa de principio a fin y, cómo no - batida, no revuelta.

De los líderes platónicos

miércoles, 10 de octubre de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 0:19

Cuando la campaña presidencial norteamericana del 2008, después de unas primarias demócratas más largas de lo que debieron haber sido, creí en Barack Obama. Creí en él porque, para empezar, como representante de una minoría racial, llevaba el cambio en sí mismo. Creí en él porque la era Bush había dejado un espectro de estancamiento social y económico que él se veía decidido a revertir. Creí en él porque le habló a la comunidad LGBT, a las minorías, a los desvalidos por un sistema de salud tradicionalmente desbalanceado. 
Creí en Obama porque todo él exudaba esperanza, porque su imagen se convirtió en su eslogan, porque para millones dentro y fuera de EEUU él era the hope and change.
Barack Obama fue electo Presidente de los Estados Unidos, ganó un Nobel de la Paz básicamente por haber hecho tremenda campaña, mejoró la economía, luchó casi en vano por una ley de salud pública venida a menos y dio pasos modestísimos hacia un cambio social real. De igual forma Estados Unidos sigue en Afganistán y se retiró de la UNESCO con miedo a las retaliaciones diplomáticas de Israel cuando entró Palestina.
Ya no creo en Barack Obama. Me hinchó de esperanzas sin repartir acciones - pero a final de cuentas, aunque me afecte, su país y sus intereses no son los míos, o no directamente.
Aterricemos en Venezuela.
En conjunto con seis millones y medio de venezolanos, en el 2012 creí en Henrique Capriles Radonski. Creí en él, como ya escribí en otro post, al principio por ser lo contrario de lo que me había llevado al hartazgo - pero, después de una campaña (¿lo digo? Admirable, carajo), el domingo voté  convencida de ser parte de un proceso que llevaría eventualmente a una Venezuela parecida al país en el que quiero vivir: tolerante, en crecimiento, por encima de la caducidad de las ideologías, en pro de movimiento y cambio.
El domingo 7 de octubre voté con algo que, hasta ahora, yo en conjunto con mi generación no habíamos conocido: esperanza. Que suena poco y suena barato, pero venme tú a decir que no entristece que la generación de relevo no crea en nadie.
Capriles nos vendió esperanza; a punta de hablarle a esa generación (tanto a la que pertenece a la élite como a la que no), de recorrer el país tres veces, de llenar avenidas de gente, de volverse El Flaco. De convertirse en bandera y símbolo.
Entre la tristeza espantosa en la que estamos metidos el 46% de la población, creo que queda un rayito de luz entre las nubes: de este proceso salió esperanza y salió un líder, y con él la representación de una generación política de relevo, que poco tiene que ver con la Cuarta y la Quinta. Salió un líder que no le habló sólo a la fuente natural de la oposición (esa vieja élite socioeconómica mejor representada por las sempiternas doñas de El Cafetal), sino que logró establecer un canal de comunicación con seis millones y medio de personas – que en este país, señores, es una cifra que supera con creces a la burguesía e incluso a lo que queda de clase media.
De aquí nos llevamos seis millones y medio de votos. Nos llevamos a un líder que por ahora se ha comportado como un campeón, más allá de la derrota – un líder que esperemos que en los años que vienen siga siendo ejemplo, porque sí, de este lado también necesitamos guía, y necesitamos esperanza. No la esperanza de un Mesías salvapatria, sino la de alguien que tenga una idea clara de una Venezuela que va a un sitio en vez de dirigirse en marcha militar hacia el abismo.
Cuando me defraudé de Barack Obama y lo llamé cobarde alguien me dijo que a veces los pueblos necesitaban un líder platónico, que encaminara desde principios y no necesariamente acciones. Que esos hombres también eran necesarios para formar países.
A Henrique Capriles Radonski no le dimos la oportunidad de gastarse, humanizarse, des-simbolizarse – y quizá esa sea parte de la ganancia detrás de la derrota: que en el papel, sigue sonando tan bien hoy como lo hizo durante la campaña. No como alguien a quien matas y no muere, sino como un candidato factible, con experiencia en gobierno, que ha subido todos los estratos (diputado-alcalde-gobernador) y sólo le falta el último. Y fíjate tú, de pronto ha empezado a salir gente diciendo que es que quizá todavía “no nos lo merecemos”.
Campaña no se hace el día de elecciones, se hace todos los días, construyendo país, aportando granitos de arena. El camino sigue ahí para quien quiera recorrerlo. Nuestro nuevo símbolo viene a decirnos eso.
Ya no creo en Barack Obama, pero sí creo en el país que me mostró Henrique Capriles Radonski. Y si se lo consiguen por ahí, díganle a ese Flaco que mil gracias por todo, y que sí, todavía hay un camino.

Henrique Capriles, hoy y entonces

viernes, 5 de octubre de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 11:57


Fui una de los tres millones y pico de venezolanos que votaron en las primarias de febrero. Fui una de los casi dos millones de venezolanos que votaron por Henrique Capriles Radonski. Fui una de los no sé cuántos venezolanos que votaron por él porque parecía el mal menor, el que podría tener más chance, el que potencialmente era más “importable/exportable”.
En febrero del 2012 voté por Henrique Capriles Radonski, como a menudo se vota en este país, porque no era Chávez. No voté por él porque me parecía el mejor gerente (no vivo en Miranda), no porque creía particularmente en él, no porque estuvo empatado con Erika De La Vega, no porque me parecía que estuviera particularmente bueno, sino porque se le notaba… potable.
Voté entonces por Henrique Capriles Radonski calculando la menos mala de las opciones, y con algo de pavor: voté, a sabiendas, por un tipo bajo en carisma, que iba a contenderse con alguien que ha basado catorce años en el ámbito público en explosiones carismáticas. Voté por un tipo de aire más bien tímido, de voz queda, de gesticulación poco invasiva, más templado que pasional.
Consciente o inconscientemente, en febrero voté por el contrario de lo que he conocido en Miraflores desde que recuerdo.
Eso fue entonces. Han pasado ocho meses desde que se eligió a Henrique Capriles Radonski como candidato de la Mesa de la Unidad Democrática. Han pasado, internamente, disyuntivas varias como la tarjeta única versus plural y el gabinete del candidato. Externamente otras tantas: los ataques directos (en forma de majunche, nazi, fascista, burgués), las horas en televisión y radio (y los ríos de tinta) gastados en contra del “paquetazo neoliberal”, la prohibición no acatada de usar la gorra tricolor (que se ha convertido en un símbolo de la campaña de Capriles).
Sin que venga al caso en la campaña – aunque claro que viene al caso – volvieron los cortes de luz, se implantó el “chip de gasolina” en el estado Táchira y se intentó igualmente en el Zulia, explotaron tanques en Amuay, le cayó un rayo a la refinería de El Palito, hubo más revueltas carcelarias, esta vez en La Planta. Sin contar los muertos cada fin de semana, dentro de barrios y fuera de ellos, o los secuestros, o los atracos.
Una Venezuela, es evidente, fuera del control. Una Venezuela que se le sale de las manos a quienes deberían tener la capacidad de, aunque no manejarla, sí poder encauzarla a resolver las contingencias que presenta.
Mientras tanto, se tenía noticia de Henrique Capriles Radonski estando aquí, allá, en tal otro sitio. De pronto escuchabas el cuento de que acababa de hablar en el Táchira, pero chico si esta mañana estaba aquí, pero ya va, ¿no estaba en Mérida ayer en la tarde, y luego en Buenas Noches? Hubo un click en algún punto de la campaña: de repente, Capriles estaba en todas partes al mismo tiempo, tenía un discurso consistente, llegaba a un sitio y te echaban el cuento de las desmayadas, como si fuera una estrella de rock.
Cuando nos dimos cuenta, Henrique Capriles Radonski dejó de ser “cualquier cosa menos Chávez” para convertirse en “El Flaco”. Desarrolló una personalidad propia, un swing particular. Yo, lo admito, subestimé a Capriles: jamás me imaginé que resultaría en esto. En una campaña manejada como relojito primero desde los medios y segundo a punta de “patear barios” (o, más bien, patear pueblos recónditos sólo recordados por sombra en “Casas Muertas” de Otero Silva), tenemos un perfil de candidato ya definido: un hombre soltero, joven, con energía, capaz de darle tres vueltas al país en dos meses (oía hace nada que si la “vuelta Valentina Quintero” era una forma de medición de conocimiento vial venezolano, Capriles ya llevaba al menos un par) – un hombre, en fin, que estira su ritmo de vida normal a condiciones sobrehumanas en pro de la campaña, en pro de Venezuela.
Claro que esa es una imagen de campaña y que hay real detrás de proyectarla, nadie lo niega. Pero el hecho es que, sea como sea, repercute. Pónganse a pensar: ¿cuántas veces han oído o hecho comentarios acerca de lo cansado que debe estar el tipo, de lo quemado que está, de cómo ha adelgazado?
Concluyo con una historia: después de darme cuenta de que estarían todos mis amigos no afiliados a ningún partido político, decidí ir al cierre de campaña de Capriles Radonski el miércoles, el ridículamente denominado “Huracán Zuliano”. No iba a una concentración desde el 2002, cuando tenía 12-13 años y todos creíamos que marchar servía de algo. Aparte de estarlo por la cantidad de gente (que claro que habían buses, pero sólo del Zulia, porque “El Flaco” le dio bien duro al puerta a puerta, como un chico Avon), quedé maravillada, apenas llegar, cuando noté algo: contrario al 2002, ya esta no era una concentración de catiritos, de gente bonita de urbanización – lo que llenó la avenida 5 de julio en Maracaibo el miércoles fue una masa de todos los colores, una masa llena de hartazgo en primer lugar, y de esperanza en segundo porque, de una forma en la que no se sentía en el 2006 cuando se lanzó el innombrable Filósofo del Zulia, esta vez sí, finalmente, parece que hay un camino.


Mi generación y el 7-O

jueves, 27 de septiembre de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 13:13


Tengo veintidós años, veintitrés en menos de dos meses. Nací el cinco de noviembre de 1989, cuatro días antes de que cayera el muro de Berlín, de una madre politóloga y un padre internacionalista. 
Crecí entre campañas, y mi primer recuerdo político es de mi padre molestando a mi madre por trabajar en la de Oswaldo Álvarez Paz, y yo siguiéndole la corriente sin saber de qué hablaba, oyendo un cuento como de chiriperos, que siempre me han dado muchísimo asco. Pasé mi infancia oyendo discusiones eternas acerca de elecciones y políticas públicas. Entré a estudiar Ciencias Políticas no porque me apasionara sino por defecto, porque qué carajo, qué es una raya más para el tigre, ya tenía la mitad de la carrera hecha.
Globalmente hablando, pertenezco a la generación que nació, por cursi que suene, a la par de la democracia o en todo caso del mundo unipolar. Al haber nacido en Caracas en 1989, crecí oyendo el cuento de mi madre embarazada de semanas en pleno toque de queda del Caracazo, buscando a mi abuela, viendo la hora, preocupada, resolviendo.
En 1998 tenía ocho años. Ese año hubo un eclipse, el presidente de los Estados Unidos como que se había dado los besos con una tal Mónica Lewinsky, nació la mayor de mis primas y eligieron a Hugo Chávez. Lo eligieron. Yo en esa época estaba muy ocupada yendo al colegio, jugando Nintendo 64 - eso, y ese rollo que y que la nueva constitución, no tenía nada que ver conmigo.
Pertenezco, sobre todas las cosas, a la generación que creció y se formó como individuo en la Quinta República. La generación que no vivió la Cuarta, el puntofijismo, la conchupancia, a Rómulo, a CAP, a los copeyanos. La generación que supo de esa cuerda de gente en Historia de Venezuela de bachillerato, fastidiadísima y con ganas de salir al recreo.
Pertenezco a la generación para la cual el mito de la Cuarta es pura excusa. A la que no le cabe en la cabeza que todavía tenga la culpa de todo gente que desde que recuerdo no estuvo en Miraflores. En mi memoria política lo que hay es un tipo vociferando desde hace años, rojizándose, yéndose al extremo. En mi registro generacional lo que hay es un paro que arruinó una navidad, damnificados, cortes eléctricos, una explosión en Amuay y excusas, tantas excusas.
Cuatro años en Ciencias Políticas después, tengo un espectro de responsabilidades más amplio, pero no me quita pertenecer a la generación a la cual pertenezco. A la que no se atreve a caminar de noche, que pasa rabia cada vez que va al Banco de Venezuela, que ha visto amigos y familia irse mientras quienes quedan planean su ida sin vuelta. Pertenezco a la generación que se alegra y se extraña de conseguir todo en el súper. A la que cuando ve a un Guardia Nacional siente un compuesto de miedo, arrechera y hartazgo - eso, hartazgo, sin haber llegado a los veinticinco, tenemos el derecho y hasta la obligación de sentirnos hartos, cómo no.
No sé si el de Henrique Capriles Radonski realmente sea el camino correcto. No me consta, no tengo bola de cristal, no sé adónde se dirige. Pero Hugo Chávez ha esbozado una idea bastante clara de adónde va el suyo, y ese, sin lugar a dudas, no me interesa seguirlo. Y, por primera vez en veintidós años de vida, tengo la capacidad, yo sola y sin que me lo cuente nadie, de poner mi huella en una elección presidencial este 7 de octubre. ¿Cómo no dejar en claro en actas cuál es la Venezuela en la que quiero vivir?

Gone with the Wind Revisited

martes, 28 de agosto de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 13:41


Si Casablanca fue la película de mi infancia para irse convirtiendo en la de la nostalgia, Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó) es, sin duda alguna, la película landmark de mi adolescencia.
Es un cálculo básico, tanto como puede serlo que la novela icónica de la adolescencia de alguna mujer sea de autoría de alguna Brontë o de Jane Austen: es una de estas historias increíblemente melodramáticas acerca de una mujer de carácter fuerte que finalmente encuentra al amante-rival, el que le agarra el tumba’o – porque resulta que el subtexto dentro de la historia de Margaret Mitchell te dice que el único que podría no sólo calarse a Scarlett O’Hara sino sobre todo meterla en cintura es ese tal Rhett Butler.
Sucede que este es mi segundo intento de escribir algo acerca de Lo que el viento se llevó. Pasa que años después de verla por primera vez a los doce o trece años, cuando he regresado a ella mis reacciones han sido visceralmente cambiantes, acaso porque es el gran pilar que queda de la época más rocosa que tenemos todos. En la adolescencia sufrí amargamente con Scarlett por no entender por qué Rhett se iba; después de pasar por mi primera relación difícil, odié a Scarlett por idiota y malcriada; alguna otra vez no entendí por qué la historia de Mitchell había ejercido ese efecto en mí… y, hace dos semanas, llegué a la conclusión lapidaria (quién sabe por cuánto) de que se trata de un cuento enredado de malcriados.
Si en mi vida Casablanca fue estandarte ético de honor, GwtW es abanderada del egoísmo más puro: sus protagonistas, ambos, son un par de niños empecinados por tener lo que no pueden, lo que les es negado desde el principio – y a ver que pasa un buen rato desde que empieza a enredarse la trama hasta que termina, casi cuatro horas después.
A Scarlett O’Hara la conocemos como una Southern belle, una adolescente hermosa de Georgia con carácter irlandés que, pudiendo tener a todos los hombres del condado se encapricha por el único que jamás estará a su alcance; mientras, Rhett Butler es un rebelde sin causa, un hombre “sin principios”, dado a tragos y burdeles, un hedonista puro… que se antoja, cómo no, de la única mujer que sabe desde el principio está enamorada de otro. La búsqueda de Rhett a Scarlett acaso sea algo más noble: es al final un hombre adulto, que la reconoce como su igual, mientras ella se adentra en un crush adolescente a Ashley que no llevaría nunca a ninguna parte, por simple incompatibilidad de caracteres. Distinto el razonamiento pero al final los dos concluyen en lo mismo.
La incompatibilidad de ambos caracteres yace, precisamente, en lo parecidos que son: con toda seguridad ninguno de los dos sabría manejar la felicidad de tenerla en la mano. Scarlett queda curtida, jaded, después de la guerra, pero aún queda algo de esperanza mientras Rhett mantiene cierto grado de inocencia – que pierde en el momento en el que Bonnie Blue cae de su pony. Claro, al final en esta película hablamos de la madre del chick flick majestuoso y melodramático, con su presupuesto millonario y su éxito de taquilla que, ajustado a la inflación, sigue siendo el mayor de la historia del cine.
Casablanca es la película de mi padre, sí, y Lo que el viento se llevó es un poco la de mi madre, o más bien la novela – cuando leyó el libro por primera vez, a los trece o catorce años, se enamoró perdidamente del nombre de Bonnie Blue Butler, Eugenia Victoria – y no fue hasta que yo tenía seis años que se dio cuenta de que, orden aparte, le había puesto a su hija el mismo nombre.
En Gone with the Wind se inspira la faceta de mi personalidad que cuida las formas, que se cree el cuento de qué es una dama y qué no, que se deja llevar por el temperamento celta. Pongámosla fácil: la malcriada. Pero sobre todo, la historia de Margaret Mitchell (porque no duden que el libro lo he leído mil veces, con el agregado de ambas secuelas oficiales) es responsable en buena medida por mi gusto en hombres: post leer/ver a Rhett Butler, le agarré un gusto que no se me ha quitado a los tipos de humor negro y con toque de cinismo, a los hombres un poco bastante cerdos e incluso, durante mi adolescencia, en un arranque de esa idiotez característica de la edad, decidí de forma férrea que mi novio tendría las iniciales de Rhett Butler (y de Rick Blaine), R.B. – lindo es que diez años después me haya quedado en la otra oclusiva bilabial, wink wink.
Sí, Gone with the Wind es la versión muy edulcorada de un tiempo y espacio que era tan peculiar que se traduce en los rednecks actuales; sí, es una novela/película refugio de gordas vírgenes de mediana edad alrededor del mundo de la misma forma que hoy lo es la saga Twilight de Stephenie Meyer; sí, es un melodrama enrevesadísimo de proporciones épicas. Pero es el mío, mi chick flick, el que una década después de descubrirlo (y setenta y tres años después de estrenado) me calo completo aunque dure casi cuatro horas sin que me pese; el que me ha divertido toda la vida; ese en el que veo siempre los guiños sutiles más deliciosos (ese “you should be kissed and often, and by someone who knows how” que hay que ser bien ingenuo para creer que se limitaba a besos y mucho menos con esa terminología) y de donde me empezó a surgir cualquier atisbo de sutileza que tengo en el cuerpo.
Gone with the Wind, más que testigo de la época que interpreta lo es de la que la vio en el podio del Pulitzer y en el del Oscar: tiempos de absoluta clase con señas sutiles y suspensivas; de grandes estrellas de cine prestadas de un estudio a otro; de pequeños chismes en sets muy anteriores a los paparazzi; de papeles geniales que se peleaban todas las actrices de Tinseltown – un Estados Unidos y una industria cinematográfica en todo su esplendor, justo antes de la Segunda Guerra Mundial. A final de cuentas, un Hollywood que el viento se llevó.



Buscaba sólo el screen test de Paulette Goddard, que lo vi hace años y hubiese sido una Scarlett O'Hara divina - pero conseguí fue este compendio de screen tests narrado por Orson Welles, y todos sabemos que cualquier cosa es mejor si está narrada por Orson Welles.

Casablanca Revisited

miércoles, 8 de agosto de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 19:55
No sé en realidad qué tan confiable sean, pero a mí me da muy mala espina alguien cuyos gustos sean exactamente iguales desde hace muchos años. Esta gente que dice con orgullo que A Clockwork Orange es su película preferida desde que tiene 15 me da poco menos que angustia, no por Clockwork en sí (aunque Kubrick me parece, como Nietszche, un autor de adolescencia - aunque de eso podría hablar con calma en otro momento), sino porque qué terrible quedarse estancado en el mismo sitio tanto tiempo.


El hecho es que mientras uno crece, tanto física como metafóricamente, la visión de mundo (Weltanschauung, que dicen los teutones) debería ir cambiando, evolucionando, afinándose. Sé que a mí en lo personal me daría una tristeza terrible pensar que la cumbre de mis gustos, o de cualquier faceta de mi vida, la pasé en la adolescencia.


Siguiendo esa misma lógica, admito que sí hay gustos que permanecen, pero las razones no son las mismas: a los veintipico no te quedas sentado viendo la película que te atrapó en la adolescencia por las mismas razones que lo hiciste entonces. Y me parece que esa es una de las cosas maravillosas del arte en general, y del cine en específico: el cine bueno, el genial, acompaña de una forma u otra durante toda la vida, como si cambiara contigo, cuando es uno mismo quien se proyecta en él.


Tengo esto en la cabeza porque en la semana vi Casablanca en pantalla grande por primera vez. Y sucede que Casablanca, más que ser la película de mi adolescencia, es la que, por decirlo de alguna forma, me ha visto crecer. 


Casablanca es desde que recuerdo la película preferida de mi padre (inspirándose en Rick llegó a la iglesia el día de su boda con smoking tropical blanco, para el horror de mi madre incluso cuando lo cuenta hoy, casi treinta años después), es la primera película de la que tengo conciencia y por la que entré a todas las demás.


Es la película que veía siempre con mi padre cuando la pasaban los domingos en la noche, a menudo en NCTV o en VTV y doblada (él no tiene ningún problema con el doblaje, gusto que su hija no heredó ni de lejos); la que alguna vez le grabé en VHS mientras la ponían en la tele; la que sé citar de cabo a rabo desde niña; la que me dio las primeras herramientas para crear algo parecido al ingenio y, cómo no, la primera que moldeó mi personalidad y mi visión de mundo.


Casablanca fue mi primera guía ética, cuando todavía no sabía que las ficciones son eso, precisamente. Por cursi que suene, de niña mis conceptos de amor, de honor y de sacrificio por causas mayores vinieron de ahí. Rick Blaine (personaje de acuerdo al cual mi padre ha moldeado su conducta toda la vida) era el ser duro, cínico y en el fondo férreamente honorable cuya personalidad parecía lógico imitar y copiar.


Durante mi muy incómoda adolescencia, mi burbuja frente al mundo estaba constituida de literatura en primera instancia, pero sobre todo de cine: llegaba a casa del colegio a ver películas de manera sistemática y obsesiva, leyendo crítica, jugando trivia. Veía tres, cuatro pelis al día y me enamoraba perdidamente de actores que llevaban cincuenta años muertos. Eso sí: en mi mundo adolescente, empezando por Casablanca, las mayores historias de amor quedaban truncadas, bajo la sobre-romantizada premisa jamás dicha pero siempre expuesta en todo arte de que el verdadero romance yace en la grandeza de lo efímero y jamás, jamás en las horas muertas de lo cotidiano.


Lentamente, cuando salí de la burbuja que me había creado en el colegio, Casablanca se convirtió en mi filtro: me da hasta dolor admitir que salí con más de un patán sólo por mencionar esa película, así fuera de pasada. Así de fácil, sin complicación alguna.


Nunca he dejado de ver Casablanca. Agarrarla en la tele significa llamar a mi padre, esté del otro lado del país o en el cuarto de al lado, y decirle en qué canal está, por qué escena van y que ambos citemos algún pedazo. Regularmente se la regalo en DVD y él la daña de tanto verla hasta que se la vuelvo a comprar.


Verla también significa darle menos valor a Ilsa mientras más la veo, por ser ella instrumento narrativo más que personaje; aburrirme cada vez más con el heroísmo panfletario de Victor Laszlo; conseguirle más capas al capitán Renault; encontrar a Rick un poco más despechado de cartón; notarle más el carácter propagandístico a toda la cuestión pro-De Gaulle.


Ver Casablanca, todavía, es morderme los labios para no cantar La Marseillaise a coro cuando estoy en público, contener las lágrimas ante esa escena maravillosa, la que denota la expresión sentimental que estoy segura que fue la que logró que “the good guys” triunfaran en la Segunda Guerra Mundial.


En conclusión: ver Casablanca, para mí, es recordar cómo y por qué me enamoré del cine… y por eso, precisamente, no podría deberle más a ninguna otra película.




Here’s looking at you, kid.

De la posteridad fácil

domingo, 22 de julio de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 3:08
Sucede que mis estrellas de cine preferidas son siempre las que duraron y erraron hasta convertirse en seres humanos. Mi lógica es esta: si el cine (si el arte) es extensión, plug-in de la vida, tiene que parecerse o al menos tener alguna conexión con lo terrenal.
Por eso me quedo, siempre, con un Orson Welles antes que con un James Dean, porque al Welles le dio tiempo para quedarse un rato y hacerse de carne y hueso. James Dean tuvo la ventaja, en su idiotez postadolescente de vida rápida, de convertirse en lo que quiso ser: un cadáver atractivo. Uno que será hermoso por toda la eternidad porque jamás fue acosado por los paparazzi mientras iba a una clínica a inyectarse botox, ni llegó nunca a dejar un comentario subido de tono o racista en medios internacionales para que el mundo oyera, como parece ser el hobby actual de Brigitte Bardot.
Es demasiado fácil, casi flojo, quedar marcado en la posteridad después de hacer boom: es un truco barato, de mago de mala muerte. Y, parece, cada generación tiene el suyo propio: la mía vivió la muerte del mejor Joker que jamás se ha enfrentado al Caballero de la Noche, y ahí va a quedar Heath Ledger, implantado en nuestra memoria como el hombre que pudo ser muchos otros y el destino (qué cursi, qué trágico) no se lo permitió.
Me quedo, sin pensármelo dos veces, con la humanidad de las estrellas en decadencia: con Paul Newman sonriendo desde el frasco de mi aderezo César, Brigitte Bardot despotricando contra el mundo, Marlon Brando convirtiéndose en el hombre más gordo y feo del planeta o Liza Minnelli teniendo una boda casi alienígena. Porque sucede que así de locos, feos y metidos en la nevera de mi casa, no perdieron nunca esa cualidad de eternidad que les otorgó el cine y mantuvieron vivo a punta de sudor y talento.
Se me ocurre, desde mi fangirl interna que no morirá nunca, una idea: tendría que haber sido Elizabeth Taylor quien cantara “Diamonds Are a Girl’s Best Friend” en los cincuenta, como presagio de justicia divina: al final sería ella la que vería su belleza desvanecerse mientras sus diamantes permanecían, cuando a Marilyn Monroe le tocó la bondad dulce de quedar brillando joven y hermosa en pantalla por todos los tiempos, sin debilidades posteriores que pudieran convertirla en otra más de las billones de personas en el planeta.


Eres

martes, 3 de abril de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 1:05

Eres la destrucción. No eres ni serás nunca la negación de lo anterior, porque eso implicaría conexión con el pasado, y tú eres lo nuevo. Eres el cambio.

Eres la vida.

Eres la caída de los ídolos. Eres el final de todo. Eres el principio de todo.

Eres La Torre.

Eres La Estrella.

Eres el silencio. Eres lo que pasa cuando ya no hay búsqueda. Eres el cambio.

Eres lo que pasa. No lo que pasó, no lo que pasará. Eres el presente en estado salvaje.

Eres el pragmatismo. Eres la ausencia de estupideces.

Eres intangible. Eres corpóreo. Eres metáfora.

Eres La Muerte.

Eres el balance.

Eres, a todas luces, inescribible. Indescriptible. Indispensable.

La verdad es que no sé qué eres, y creo que no lo averiguaré nunca. Aunque no me creas, quizá ya me aprendí cada detalle y todavía no me he dado cuenta.

De Naokos y Midoris

lunes, 26 de marzo de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 3:13

Todos conocemos a una Naoko, y tengo la teoría de que todo hombre ha pasado por el enamoramiento (o la obsesión) con alguna de ellas. Son estas mujeres irresistibles a todos los hombres y perennemente inaccesibles: suelen ser hermosas, muchísimo, y tener un je ne sais quois que las separa del resto. Su atractivo mayor es este encanto que se adivina, oculto, con algo de helplessness, como si fuesen a romperse, como si buscaran la salvación en un sitio al que no han podido llegar nunca. Suelen estar trastornadas hasta la médula y ser un cúmulo inmenso de issues y locura mal utilizada y jamás tratada.
Son, digamos, las princesas de los cuentos de hadas de Disney, con todo el bagaje emocional que incluye el padre muerto, la madrastra malvada y la obsesión compulsiva con la limpieza de cualquier sitio en el que se encuentren.
Las llamo así por Naoko, el personaje de Haruki Murakami en Tokio Blues (Norwegian Wood), que en la adaptación cinematográfica interpretó Rinko Kikuchi. Es el perfecto ejemplo de este tipo de mujeres (incluso, en la novela tenemos a Midori, el otro personaje femenino, prácticamente opuesto, que sirve como contraste a la primera). Les puse Naokos por mi obsesión murakamiana, pero quizá el imaginario de mi generación podría verla mejor relacionada a la figura de la cultura pop que hombres alrededor del mundo se han dedicado a odiar desde la experiencia propia: la Summer de Zooey Deschanel en (500) Days of Summer.
Admito que el efecto que tienen estas mujeres siempre me ha parecido fascinante. Fascinante y repulsivo. Digo, las detesto como modelo, y he llegado a tenerle una rabia (a ver, arrechera) enorme a mujeres que reconozco como ese tipo preciso. Básicamente me parecen zorras manipuladoras que no ven más allá de sí mismas y su propia miseria, que no hacen absolutamente nada al respecto y toman a quienes las quieren hasta consumirlos, agotándolos emocional y a menudo físicamente (sin darse cuenta, eso sí) gastándose en intentos desesperados y nada efectivos por salvarlas de su extrema infelicidad.
Peach, por ejemplo. Todos los que nacimos después de los ochenta alguna vez tuvimos un Nintendo y conocemos a Peach. Es una princesa lindísima, rubia y adorable, que siempre termina siendo secuestrada por el mismo dragón-dinosaurio o lo que sea que es Bowser, haciendo que el bueno de Mario se encargue de rescatarla, pasando por todas las penurias del mundo (o más bien de todos los mundos del juego). Y después de tanto problema, lo que le dan al pobre plomero es un piche pedazo de torta. Y el más pendejo, de paso, se queda y la vuelve a salvar la vez siguiente.
Pobre tipo, vale.
Es una sobre simplificación, con toda seguridad, pero casi todos los hombres que conozco alguna vez han pasado por una mujer parecida a la que aman y adoran, de la que se convierten en los mejores amigos o hasta novios, pero jamás logran traspasar esta especie de muralla imaginaria y entrar, realmente entrar, en la cabeza, en el alma (en la “memoria poética”, por usar un término de Kundera) de la chica en cuestión.
Hace poco vi My Week with Marilyn (que muy recomiendo, por el Olivier de Kenneth Branagh y especialmente por la interpretación maravillosísima de Michelle Williams como Marilyn Monroe) y finalmente entendí por qué siempre me ha caído pesado el culto a la rubia platinada más icónica del cine… y es que es una celebración, justamente, a este arquetipo de la mujer hipnótica e inescrutable.
Marilyn Monroe, originalmente Norma Jean Mortensen, pasó buena parte de su infancia entre padres adoptivos, en hogares en los que tuvo que escapar violaciones y hasta intentos de asfixia. Su familia adoptiva la abandona para irse a otra ciudad, y a los dieciséis se casa por primera vez para divorciarse por primera vez no mucho tiempo después. A ver, que estamos hablando de una mujer que no podía no estar profundamente perturbada. My Week with Marilyn la describe un poco así: una mujer frágil, evidentemente hermosa, dicen que brillante (el rumor es que su novela preferida era Ulises de James Joyce, pero mi escepticismo no conoce límites en cuanto a esa obra en particular y la gente que dice amarla), atormentada por su pasado y por la soledad de su vida (aunque rodeada de personas que la adoraban), con problemas serios de adicción a calmantes, volcada en su propia e inescapable miseria y por ende emocionalmente inalcanzable.
Claro, es un biopic (género fílmico no tiende a ser demasiado fiel a la realidad), y la verdad no la muestra de mala manera. Habiendo leído un par de cosas acerca de la Monroe en mis años de cinefilia compulsiva, sin embargo, sí pareciera que se comportaba más o menos así. Como aquella historia famosa de cómo le preguntaba a la gente a su alrededor, caminando por la calle, “¿quieres que me convierta en ella, en Marilyn Monroe?”, y cambiaba algo, su forma de caminar, a sí misma, y de pronto el mundo la notaba – sacaba esta cosa, esto que no era ella pero hipnotizaba a quienes la conocían. Aunque quizá la fascinación no venía la ilusión de Marilyn ni tan siquiera de lo terrenal de Norma Jean, sino de la cualidad que hacía que ambas coexistieran en un mismo ser que pedía y rogaba ser salvado de su perturbación – como si la carga de la infelicidad propia pudiera serle donada a otro para su resolución, como si el exterior no estuviera compuesto de actores que sólo ayudan o empeoran el abismo que se trae dentro.
Mis heroínas del cine siempre han sido más cercanas a ser de carne y hueso: Elizabeth Taylor, con su historial de enamorarse hasta del constructor; Audrey Hepburn, con su vida romántica apacible y centrada; Ingrid Bergman, con sus escándalos y listas negras. Las Marilyn Monroes o Catherine Deneuves del mundo jamás me han interesado como personajes, cuando sí como fenómenos sociales y seres que fascinan a otros (claro que no me consta que la Deneuve fuese igual, aunque sus personajes tuvieran la tendencia).
Me confieso Midori: demasiado intensa para ser fría, demasiado presente para ser distante, demasiado directa para irme por las ramas, muy poco dada a los séquitos de adoradores. No podría ser Summer, sino Autumn: algo así como lo que pasa después de la Summer, de la Naoko.
Así que a estas mujeres las detesto y muchísimo, pero al final agradezco su existencia: si ellas no hubiesen pasado antes, amasándome el camino (de forma tan indirecta, claro que sí), mi historia sería distinta y dudo que sería quien soy hoy, por cursi que suene. Para ser dolorosamente clichés, digamos que los opuestos son siempre complementos de un todo.