La historia contemporánea,
entre muchas otras particularidades, nos cuenta de una época que se llevó buena
parte del siglo XX: la Guerra Fría. Un concurso de medición genital como no se
veía desde antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, la Guerra Fría
enfrentaba a las dos mega potencias del momento, Estados Unidos y la Unión Soviética,
en todas las arenas de pelea que tuvieran que ver con avances tecnológicos – y,
claro, retóricamente también con los sociales.
Sin ánimos de entrar en un
tema que no me corresponde (aunque ya antes he rondado un poco mi fascinacióncon la Guerra Fría), la idea hacia la cual estoy caminando es que, al lado de
la armamentista, la carrera espacial de los sesenta fue uno de los puntos
álgidos de todo el asunto. Iba ganando la Unión Soviética (hasta Mafalda llegó a comentar del asunto) hasta que, el 19 de noviembre de
1969, Estados Unidos fue el primero en poner hombres en la Luna.
Considerado este contexto no
es de extrañar que, de quizá las dos mejores películas acerca del espacio, una
fuese norteamericana (bueno, co-producida con el Reino Unido) y la otra
soviética – y que se lleven apenas cuatro años de diferencia: 2001: A Space Odyssey de Stanley Kubrick
sale en 1968 y Solyaris de Andrei Tarkovsky en 1972.
No sólo son ambas grandes
películas, sino que de ellas surgen los dos paradigmas que han regido el cine
espacial desde entonces: ¿es el espacio una entidad hermosa y aterrorizadora o se
trata acaso de algo familiar que intenta buscar conexión con el todo?
El espacio de Solyaris es el que secretamente esperamos
encontrar: el que nos conoce, que se modela a sí mismo ante nuestros sueños y
esperanzas. Si nos asusta es porque nos hace sentir expuestos, parte de un
rompecabezas universal en el que cada pieza tiene un significado. Es
el mismo espacio que le habla a Jodie Foster desde una playa en “Pensacola”
acerca de la evolución de las civilizaciones en distintos planetas.
La perspectiva de 2001 es
otra, más consecuente con lo que sí conocemos del universo: lo aterrorizador de
encontrarse en un punto cualquiera en la vastedad del infinito, el estar
a la merced de aquellos dispositivos que construiste para satisfacer tu deseo
de conocer lo que te hace minúsculo – y la hipnosis de estar rodeado de la más absoluta belleza,
belleza a la cual no perteneces y para quien eres desechable. Es el mismo
espacio en el que Sandra Bullock llora desesperada, a la deriva, siendo más insignificante y solitaria que nunca.
La diferencia entre 2001 y Solyaris es la sempiterna dicotomía de ciencia versus fe, corazón
versus cerebro. Se explica solo: el alma de 2001 yace en HAL 9000 (por mucho el
personaje más desarrollado, una máquina); el espíritu de Solyaris son los deseos más íntimos de la tripulación de su nave,
sus amores perdidos, aquello que siempre quisieron ser.
Con ambas disposiciones
(emotividad versus racionalidad) bien marcadas dentro del género, hay, sin
embargo, cine que las combina y trasciende: Wall*E,
cine emotivísimo sin llegar a lo cursi, que igual hace homenaje a Kubrick al
tener de villano al HAL de Pixar; Moon
de Duncan Jones, donde el personaje principal es “víctima” de la tecnología
como lo fue Dave en 2001, pero
igualmente se nutre de la ilusión de la vida sentimental que lo espera (lo esperó, lo esperaría) en la
Tierra, como Kelvin en Solyaris.
El hecho es que 2001 y Solyaris no sólo crearon los estereotipos clásicos del cine
espacial (con ambas tendencias) sino que, de cierta forma, inventaron el género: no hay película posterior que cruce la
atmósfera y no le deba su existencia a Kubrick o a Tarkovsky – pero por algo es que de este lado de la capa de ozono son considerados dos de los grandes maestros del
cine.