El día que subí el post acerca de las comedias románticas en la televisión, mi amiga Ana Cristina comentó en Facebook que le encantaba la ola de nuevas voces, con muchas mujeres detrás de proyectos creativos. Concuerdo: en realidad, en los últimos meses he intentado enfocarme un poco en ver y leer más de autoras. Hace años que vengo siguiendo Girls de HBO desde hace años (aunque mis sentimientos encontrados acerca de Lena Dunham dan para un post completo), y además de mi reciente obsesión por Crazy Ex-Girlfriend, veo dos de los shows Shonda Rhimes, y hace poco me enganché con la serie de fantasía y ciencia ficción de Netflix, The OA.
Me encanta ver tantas mujeres brillantes dejando su marca en los medios, pero a final de cuentas lo que sucede en la mente de la mitad de la población mundial no es exactamente opinión minoritaria, por mucho que haya costado llegar a este punto. Ahora, sin duda me parece fascinante ser testigo de experiencias de vida radicalmente distintas a la mía, tanto en cine como en televisión.
Originalmente este post iba a centrarse en dos episodios que me parece que son clases maestras de guión: “Hope” de la segunda temporada de black-ish, y “Indians on TV” de la primera temporada de Master of None. Pero después de los Oscar el domingo pasado y la enorme cantidad de gente que he visto en redes quejándose de que Moonlight ganó Mejor Película solo por ser una historia “de negros,” me pareció conveniente hablar de una serie y una película, para llegar al punto que me interesa.
Cine
Cine
Moonlight, co-protagonista del momento más confuso en los 89 años de historia del premio de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas y ganadora del más alto galardón de la noche, definitivamente es una película “importante” en el sentido más actual de la palabra: es la vida de un chico negro y gay que crece en pobreza y con una madre adicta. Pero eso es solo la punta del iceberg.
Por sobre todas las cosas, Moonlight es una obra de arte. Cuenta con algunas de las actuaciones más impresionantes de los últimos años (Naomie Harris es volcánica, Mahershala Ali descoloca), fotografía de ensueño, dirección y edición regias y un guión que, además de ser hermoso, derrocha una serie de personajes bien construidos, sobre todo en cuanto al viaje de su protagonista, Chiron, en una historia basada en la infancia del director Barry Jenkins.
A nivel de narrativa, Moonlight trata de la búsqueda de la identidad propia, de vivir una realidad externa completamente distinta a las exigencias de tu ambiente. Es una historia acerca de la necesidad de contacto y conexión, y de los atisbos de amor en los lugares más inesperados. Es, en fin, un estudio de autodescubrimiento; uno que es un trabajo en proceso, además, porque el viaje narrativo de Chiron no concluye con ninguna gran epifanía en cuanto al ser interior versus el que proyecta.
Desde el punto de vista artístico, Moonlight es una clase de guión, de cómo la cámara también está contando la historia, además de lo que puede aportar la música al viaje de un personaje. Rafa escribió acerca de la película con la extensión que se merece y en ScreenPrism (mi nuevo canal preferido de YouTube) hicieron un análisis corto y brillante acerca de la simbología y la técnica detrás de la peli.
Aunque no dudo que las políticas de la época en la que vivimos ayudaron a que Moonlight tuviera suficiente visibilidad para ganar Mejor Película en los Oscar, la razón en la que queda estampada en los libros de historia del cine es que es un film maravilloso, que sí, se adentra profundamente en la vida de un personaje que es minoría entre minorías. Pero ¿cuántas historias en el cine tratan de personajes o situaciones especiales, o al menos contadas de forma extraordinaria?
Televisión
En los meses que siguieron a la controversia de los #OscarSoWhite del año pasado, las otras dos grandes premiaciones del mundo del espectáculo norteamericano se lucieron en diversidad, con Broadway dándole 11 Tonys a Hamilton y los Emmy reconociendo a gente como Courtney B. Vance y Regina King. Entre la gente que se llevó el premio de la Academia de la Televisión en el 2016 estuvo, quizá sorprendentemente para algunos, Aziz Ansari, que compartió un Emmy con Alan Yang por el guión del segundo episodio de Master of None, “Parents.”
Master of None, en general, es una serie bastante amplia: trata en parte de la experiencia del hijo de inmigrantes, pero también de la dificultad de definición de una generación, además de adentrarse en las relaciones románticas e, incluso, en cómo los medios se han cagado en la imagen de la cultura india durante décadas.
“Parents” en particular, escrito sin duda desde la experiencia personal de Ansari y Yang, es un episodio con una historia simple: dos hijos de inmigrantes asiáticos saber más de la historia de sus padres. Dev y Brian (Ansari y Kelvin Yu), invitan a sus padres cenar en conjunto, donde se enteran de detalles inéditos.
Por ejemplo, en su niñez en India, el papá de Dev (interpretado en su forma adulta por el padre de Ansari, Shoukath) soñaba con una guitarra que nunca pudo tener por falta de dinero; cuando de adulto le regaló una a su hijo, el pequeño la miró por dos minutos y luego siguió jugando en la computadora. A su vez, el papá de Brian tuvo que matar a su mascota, un pollo, porque estaba destinado a ser la cena de la familia; años después, su hijo no se quiere quedar diez minutos más con él porque va al cine y quiere responder las preguntas antes de la película.
El episodio juega muchísimo con la yuxtaposición de experiencias, comparando la juventud dura del inmigrante y su búsqueda de una mejor vida con la situación mucho más privilegiada del norteamericano de primera generación, que tiene una serie de prioridades completamente distintas y claramente más triviales.
Como con Moonlight, “Parents” no llega a ninguna gran conclusión: después de que Dev y Brian conocen más del difícil pasado de sus padres, se aburren rápidamente cuando los mayores hacen un grupo de mensajería instantánea. La historia es un slice de algo mucho más grande.
Historias
Acá está el punto al que quiero llegar: el arte se supone que es reflejo y exaltación de la vida y hay tantas narrativas de la sociedad como miembros que la conforman. En el ghetto también hay grandes historias y cuentacuentos, así como las hay en las minucias de los hijos de inmigrantes asiáticos o latinos (Jane the Virgin trata muchísimo ese tema), al igual que en la clase obrera e incluso en los estratos más altos.
La diversidad en los medios no es un tema de quién es más importante que otro, o un tema de lucha de clases o etnicidades. Sin duda hay que aplaudir cómo la exposición a historias alternas de comunidades más pequeñas le habla a grupos que quizá no se han sentido identificados en el cine y la televisión tradicionales. Personalmente, admito que tengo razones mucho más egoístas para agradecer la nueva ola de diversidad: me gustan los personajes bien construidos y las buenas historias y ser partícipe, al menos desde un huequito, de tantas realidades como me sea posible.
Pasa que cuando se abren plataformas para darle visibilidad a autores como Barry Jenkins y Aziz Ansari, que traen a la cultura popular no solo talento sino también experiencias distintas, el visor se expande. Claro, las voces variadas han existido siempre, pero que estén en grandes plataformas significa exaltar rincones de la sociedad que no tienen el mismo eco y cuyo arte puede llegar a ser tan o más impresionante que lo que venimos viendo.
La búsqueda de la diversidad no viene de un lugar de imposición de culpas: el arte también es una forma de oír lo que dice el otro, sea hermoso o terrible. En una época en la que nos hundimos cada vez más en cámaras de eco, ¿por qué no habríamos de celebrar que se oigan más voces en la multitud?