No recuerdo el momento en el que vi la versión animada de Disney de La Bella y la Bestia (Beauty and the Beast, 1991). No recuerdo ese momento no porque la película no fuera importante en mi infancia, sino porque no se me ocurre una época en la que no la hubiera visto. Ha sido parte de mi vida desde que tengo memoria.
Con La Sirenita (The Little Mermaid, 1989), Bella y Bestia es la película que más vi durante mi infancia. Había partes del cassette que estaban hechos nada de tantas veces que la vi. La primera canción de la película, con su declamación de querer más que vida provincial, en buena medida moldeó mi forma de ver el mundo desde niña.
Cuando de chiquita jugaba a las princesas, siempre era Bella, y me “disfrazaba” de ella todas las vacaciones, hasta que mi mamá regaló mi vestido amarillo, en un conflicto que veinte años después sigue siendo controversial en mi casa.
En resumen, para mí La Bella y la Bestia es, como para muchas mujeres de mi edad, una de las películas que definió mi infancia. Así que, sí, cuando supe que Disney iba a hacer un remake live action, me emocioné, y más aún cuando quien quedó en el rol fue Emma Watson, la cara más visible de otro de los íconos de mi infancia, Harry Potter. La emoción llegaba al punto de que, si estaba viendo televisión y ponían el tráiler de la película, no dejaba que nadie a mi alrededor dijera una sola palabra.
Honestamente, para que yo no disfrutara ver la versión live action, Disney tenía que cagarla de forma estrepitosa. Y eso no fue lo que pasó.
Fábula ancestral, sueño hecho verdad
Objetivamente, Beauty and the Beast (2017) es una película innecesaria. Es un remake tan fiel que no tiene sentido hacerlo. En cuanto a ambiente, es preciosista casi hasta el punto de la ridiculez. El guión no aporta nada nuevo a la historia, aparte de un par de detalles extra y cubrir por encima un par de agujeros argumentales de la película animada. Aunque no canta mal, la voz de Watson realmente no tiene la potencia para el material intrínsecamente Broadway que escribieron Alan Menken y Howard Ashman, y hay más de una escena en la que, como le ha pasado muchas veces en su carrera, no llega al nivel emocional necesario.
Objetivamente, insisto, la película tiene sus problemas. Pero ¿cómo voy a ser objetiva cuando, después de 25 años, estoy viendo a Bella en carne y hueso, cantando en la pradera francesa? ¿Cómo voy a poder hacer crítica impersonal al oír la voz de Ewan McGregor en el cuerpo de Lumière, a sir Ian McKellen desesperado por el orden en el cuerpo de Dindón, y a la magistral Audra McDonald como el ropero mágico?
El hecho es que, apenas empezaron los primeros acordes de la “Bonjour” (“Belle”) me puse a llorar como una niñita. La vi en inglés, pero se me partió el corazón en mil pedazos cuando me di cuenta de que los subtítulos eran las letras del audio latino de la versión animada, que fue la que vi millones de veces de niña; como recordarán, los VHS no tenían opción de cambiar idiomas.
Me pasé toda la película con los ojos tan abiertos como un personaje de anime, y me deshidraté en llanto durante “Nuestro Huésped” (“Be Our Guest”). También disfruté muchísimo las canciones nuevas, e incluso durante las escenas sin números musicales quedé maravillada como un muchachito en una película de Steven Spielberg.
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La mejor forma que tengo de explicar lo que me sucedió cuando vi Beauty and the Beast es, de hecho, con una escena de otra película de Disney, específicamente de Pixar: casi al final de Ratatouille, el famoso crítico Anton Ego (voz de Peter O’Toole) prueba un plato que, de golpe, lo lleva a su infancia en el campo francés, cuando su madre le cocinaba ese mismo ratatouille.
No pretendo hablar por todas las mujeres millennial, pero para mí, el remake de La Bella y la Bestia se siente exactamente a que te sirvan el mismo plato que te hacía tu mamá cuando estabas enfermo de niño: la técnica es distinta, quizá no se hizo con la misma destreza, pero el sabor es un tren expreso a la infancia.
Una persona objetiva podría verle muchísimos errores técnicos al remake de La Bella y la Bestia. Por acá Rafa, que sabe mucho más de cine que yo, escribió objetivamente de la película, como sin duda puede hacerlo alguien que no sienta a Bella y a los corotos cantarines del castillo como familia.
Pero yo no soy capaz de ser objetiva frente a un material que palpita con el corazón de mi infancia: para mí, Beauty and the Beast de Bill Condon es un botón de autodestrucción. Y como tal, es fiel a su material de origen hasta el punto de la manipulación.
Y, honestamente, si me van a manipular así, llévense mi dinero: si la forma de operar es esta, no puedo esperar a que Disney saque su versión live action de La Sirenita. Especialmente considerando que, junto a Alan Menken, el co-encargado de crear nueva música para la película va a ser Lin-Manuel Miranda.