México y las rupturas

miércoles, 14 de septiembre de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 17:48

Desde diciembre del año pasado decía, medio en broma, que pensaba iluminarme en agosto del 2011. Sí, medio en broma: procuro, en la medida de lo posible, darle un vuelco (por mínimo que sea) a mi vida cuando hago un viaje grande. Sí había, en todo caso, algo desconocido que me picaba el ojo mientras salía del aeropuerto de Maiquetía: jamás había hecho un viaje así de loco.

Es la sexta vez que me siento a narrar mi viaje a México. Escribo desde un archivo de Word que tiene cinco esqueletos de comentarios, extractos que suman casi dos cuartillas. Tantas las cosas que quiero decir que no sé dónde empezar, seguir, terminar. Por otra parte, opino que, mientras más cueste escribir algo, peor sale – así que no respondo de qué pase a continuación.

No estaba planteado ir a México. El plan original, por años, era que en el verano 2011 iría a Europa a mochilear con mi mejor amiga. No sucedió por detalles que no vienen al cuento, y en un acto de irracionalidad (y, admito, de rabia e impotencia) decidí irme a visitar (conocer, ya sabemos cómo funcionan estas amistades 2.0) a uno de mis mejores amigos, Javier Raya, ninja extraordinaire.

(Por alguna razón me parece importantísimo mencionar que de hecho el ninja y yo no queríamos matarnos cuando nos despedimos en el aeropuerto, contra todo pronóstico – mío, al menos, que vivo convencida de que mi pila de neurosis me hace incapaz de convivir con nadie).

La noche en la que llegué al D.F., agotada después de un día completo de viaje, una de las primeras cosas que noté fue que, en la esquina de la casa en la que me quedaba, había un altarcito de la Virgen de Guadalupe. Me es extrañísimo: en Venezuela, cuando se ven ese tipo de altares, generalmente están en la carretera y significan que alguien murió en ese sitio. Entiendo que en México no existe esa tradición (algo mórbida, ahora que lo pienso), pero me pareció fascinante encontrármelo, pequeño como sólo puede ser algo común y corriente, iluminado en una esquina de una calle en medio de la ciudad más poblada del mundo. Como si el suelo en el que caminaba, hasta en el rincón más casual, tuviera algo de sacro; como si llegar a ese sitio hubiese sido una peregrinación de la que no estaba consciente.

Al día siguiente caminamos por el centro, fuimos a la Torre Latinoamericana y, cuando bajábamos (después de ovular al ver una placa que decía que Alfonso Cuarón, que es uno de mis directores preferidos, había grabado ahí), el ascensor quedó en completo silencio. Silencio de iglesia, de sitio de culto, casi de lugar de peregrinaje. A mí se me ocurren pocas cosas menos sagradas que la torre de una empresa de seguros, pero, me explicaba el ninja, como el lugar es patrimonio cultural y se ha convertido en especie de museo, existe cierto respeto a sus instalaciones, y de ahí aquel silencio que tan extraño me había parecido.

Por decirlo de la forma más plana posible, en mi pueblo no pasan esas cosas. Los venezolanos, gente del trópico al fin, estamos acostumbrados al ruido, en todo momento, sin tiempo de recogimiento; hay, además, un dejo de sorna siempre, que hace que pocas cosas tengan importancia real (definitivamente no un edificio, por muy cercano a museo que sea hoy en día). Los silencios solemnes en mi tierra vienen más de miedo que de respeto: somos, como nación, profundamente supersticiosos, y callamos ante la más mínima mención de expiración (no es casualidad que, una vez diagnosticado de cáncer, Hugo Chávez haya cambiado su eslogan de “Patria socialista o muerte, venceremos” a “Patria socialista, viviremos”). Caso distinto al mexicano, con esa cortina sutilísima que cubre todo un poquito de muerte, sin que esta sea algo amenazador sino, incluso, una especie de celebración – una ceremonia, acaso, con el dejo azteca que le da ese aire a culto, a sagrado, a silencio. De verdad debe ser toda una experiencia pasar un Día de los Muertos en México.

El punto al que trato de llegar es este: si en México todo es sagrado, allá me vuelvo transgresora. México saca mi lado más adolescente: me provoca (se me antoja, como dicen allá) gritar en los ascensores callados, profanar catedrales barrocas o ser parte de ritos orgiásticos en el tope de la Pirámide del Sol de Teotihuacán.

México es el sitio donde quienes buscamos equilibrio tentamos a lo sagrado. Como quien cree tanto en algo que para superarlo de alguna manera no puede hacer más que destruirlo.

No lo sabía entonces, pero salí de viaje tambaleándome en una cuerda floja. A mi alrededor habían cosas dobladas que aún no se rompían (por dar un ejemplo, días después de llegar a Venezuela murió mi abuela después de un mes terrible en el que no estuve y del que me dieron poca información para no arruinarme las vacaciones), y que empezaban a controlarme, justo por no poder controlarlas a ellas. En México se rompió algo – algo que debía romperse, definitivamente, pero, como toda ruptura, desestructuró alguna base importante. No exagero, me parece, si digo que me destruí un poco en México.

Todo viaje, igual que lo demás, ocurre en el momento en el que debe ocurrir. Para mí, cada uno trae (o debe traer), como mínimo, una promesa de libertad, una pregunta en condicional: un qué pasaría si. ¿Qué pasaría si todo lo que te negabas por miedo a la destrucción no destruye nada? ¿Qué pasaría si, incluso, la destrucción no daña nada que no sobrara?

Es lo de menos, me parece, decir que quiero casarme con la comida, con todos, toditos los manjares que sirven en ese país (llevo semanas con antojo de comida mexicana, y tengo pavor de ir a algún restaurant, notarle las costuras y ponerme a llorar de nostalgia gastronómica). Que puede que haya probado todas las marcas de cerveza mexicana (o que tuve la borrachera más épica de mi vida en México, aunque no, no fue con cerveza). Que conocí a la gente más agradable del mundo, de la que me enamoré perdidamente. Que algunos de los hombres más bellos que he visto caminan por las calles del D.F. Que aprendí a hablar un chilango bastante decente, según me dicen. Que conocí a la mitad de tuíter. Que agregué a alguien más a mi lista larguísima (y sospecho, inconclusa) de quienes me hacen falta todos los días para las cosas más nimias (así de cursi y todo, pinche cerdo acá).

Antes de ir al aeropuerto y despegar hacia Nueva York (ciudad de la que hablaré con calma en otro post), el ninja me preguntó, con toda la seriedad del mundo, si me había iluminado. Claro que no lo hice; quien busca la iluminación no la encuentra; pero tengo la impresión de que estas pequeñas destrucciones, estas pequeñas rupturas (que más bien son enormes), llevan a algún sitio, oscuro o iluminado, y eso, me parece, es mucho más de lo que se me pudo haber ocurrido pedir.

Y what happens in Mexico stays in Mexico, cabrón.

Manejar en Maracaibo (I)

miércoles, 29 de junio de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 23:35

Admito que he sido una mamita toda mi estadía en Maracaibo. Desde que vivo en la ciudad (es decir, casi dieciocho años: me vine a punto de cumplir los tres) he hecho un esfuerzo casi consciente por no hacer el más mínimo caso a las direcciones de por acá: nunca supe distinguir Bella Vista de 5 de Julio, me sonaba que la 3F era la competencia de la 4-D, si llegué a montarme en carrito no fueron más de tres veces y la última sucedió cuando tenía 9 o 10 años, etcétera. Lo triste es que en París me ubico en cualquier parte… el detalle es que aquí me lleva y me trae mi mamá, chamo, yo nunca he necesitado aprender por qué calles iba ella.

Aprendí a manejar hace unos tres o cuatro años, y lo hacía muy ocasionalmente: por esa época había dos carros en casa y a veces me tocaba ir sola a la universidad y regresarme. Tenía la capacidad de ir y regresar de URU y LUZ desde mi casa, pero cualquier desvío provocaba que yo terminara en San Francisco. ¿Cómo? Imposible decir. Una vez, intentando ir a URU desde la 9B, terminé en Los Haticos, perdida ‘e bolas, sin saber cómo había llegado ahí (ni siquiera pasé por El Milagro, chamo, ¡ni siquiera!) y con menos idea de cómo regresar. Por arte de magia, esa vez pude llegar a casa, obviando URU por la crisis nerviosa que cargaba por manejar por aquellos sitios perdidos a las siete y pico de la noche – y, después de aquella vez, juré no volver a manejar nunca, diciendo que ya estaba harta de que mi cuerpo detrás del volante llegara a San Francisco. Eso fue en septiembre u octubre del 2009.

Como casi todas las decisiones que uno toma a los diecinueve años (o a los veintiuno), después de un tiempo me di cuenta de que era una bobada dejar de manejar por miedo, y decidí volver a agarrar el carro – de nuevo, ocasionalmente.

Hasta la semana pasada. Resulta que mi madre se fue a Europa por dos semanas y, pues, me ha tocado ser la responsable de mis propias idas y venidas a la universidad y otros sitios de interés a lo largo de la ciudad. Hoy se cumple mi primera semana en este plan, la mitad del camino, y estoy segura de que estoy más cerca a al Nirvana gracias a estos últimos siete días. Por no dejar, y en honor a mi iluminación futura (no sé si lo he dicho por aquí, pero el hecho es que mi iluminación espiritual está programada para agosto) enumeraré algunas curiosidades que he aprendido en esta primera semana de aventuras:

1. Mi mecanismo para defenderme de las personas que perturban mi paz detrás del volante es concluir que quien me ofende tiene el pene chiquito.

1.1 Los: camioneros, buseros, gandoleros (especialmente los que dejan la corneta pegada en una cola), motorizados, hombres que manejan pick-up’s (preferiblemente Silverados viejas), veinteañeros con carros caros (Mazda and the like), ganaderos con 4x4’s (aplica con el 90% de los hombres con 4x4’s, de hecho), conductores de carros tuneados, policías y guardias nacionales (cualquier hombre con una chapa que le dé algún tipo de autoridad, por limitada que sea), los tipos que te insultan porque ellos se te atravesaron a ti (ver punto 2), el hijoputa que te toca corneta antes de que el semáforo cambie a verde (ver punto 5), entre otros, lo tienen chiquito. Mínimo. Minúsculo. Las excepciones a esta regla son aquellos que no lo tienen técnicamente pequeño pero no lo saben usar. También, probablemente (aunque esta es una hipótesis no comprobada, contrario a lo primero que es una conocida ley universal), les pegan a sus mujeres (o a sus machos, qué sé yo).

1.2 Mientras más grande (mollejúo) es tu carro, tú, hombre de microscópico miembro genital, mayor tu disposición a manejarlo como si se tratara de un Ford Fiesta o un Smart.

2. El tipo que tiene pare tiene más derecho al paso que tú que estás manejando en la avenida principal. Nunca falla. También tiene derecho a tocarte corneta cuando pasas aunque sea él quien se está atravesando (¡!).

3. Las mujeres no saben manejar. No es un statement machista, es una verdad absoluta. Hay una falla cromosómica que impide el apropiado manejo vehicular. Supongo que es la manera en la que el universo equilibra que tengamos clítoris. Ojo, que no me excluyo de esto.

4. El canal de cruce es sagrado, siempre y cuando no seas tú quien está ocupando el equivocado. Es perfectamente aceptable que un degenerado de alguna de las razas mencionadas en el punto 1.1 se salte dos o tres canales para cruzar hacia el lado contrario a donde estaba originalmente. Sin embargo, si tú lo haces serás linchado y mardecido por tus coetáneos.

5. El conductor maracucho por definición está muy cerca de la iluminación, y por tanto tiene una conexión directa con el cosmos. Tan directa, que siente cuándo el semáforo está a punto de cambiar de rojo a verde, y te lo hace saber tocando corneta segundos antes de que este hecho tan terrenal como el cambio de luces ocurra. Hay que tomárselo con calma y no dejarse afectar: siempre habrá un apura’o, o una fila de apura’os, que harán esto. Perdónalos, señor, que no saben lo que hacen (porque lo tienen pequeñito).

6. Nunca, nunca se debe ir detrás del tipo que maneja en zigzag (que todos los días te encuentras al menos uno, sin importar la hora), detrás del camión y mucho menos, por amor a tu divinidad de preferencia, detrás del conductor de carrito por puesto. Jamás, chamo.

7. Dar paso al menos cinco veces al día ejercita el karma. No hay razón lógica para hacerlo, cierto, pero es lo más sano que se me ocurre en esta ciudad de animales. En Maracaibo nadie, nadie da paso. No pierdes nada con esperar cinco segundos más a que alguien que está cruzando pase antes de ti, tanto carros como peatones. Esto no aplica a los carros que se te tiran encima, claro, pero sí a los que ves que llevan ratico esperando y nadie los deja pasar. Así estés apurado, un momentico no te va a afectar en gran cosa el horario.

8. Si alguna vez me mudo a Europa no compraré carro, porque cada vez que llene el tanque voy a llorar sangre comparándolo con lo obscenamente barata que es la gasolina en este país.

9. ¿Cómo carajo hacía yo pa’ terminar siempre en San Francisco? Esa vaina es lejos, chamo. LE-JOS. ¿Tan difícil era conseguirse una redoma? ¿Un retorno? ¿Una callecita para voltear el carro? ¿Una vuelta en U? ¿Un santico que estuviera disponible? ¿Una moneda para una (sur)americana en desgracia?

10. En Maracaibo, a la libertad le echa uno mismo la gasolina.

11. Bella Vista es la Roma de Maracaibo. Todos los caminos te conducen a ella, o, más bien, ella llega a todas partes. In saecula seculorum. Amen.

Enamorarse de París

domingo, 12 de junio de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 17:08

El detalle de escribirle a París es que es llover sobre mojado, siempre: ya todo el que “ha sido alguien” (¿…?) en el último par de siglos ha dejado un pedacito de sí mismo en París. Existe, por esta lista inmensa de personas y momentos que tiene la ciudad, una definitiva cualidad de humildad opuesta: París es tanto, por todas partes y todo el tiempo, que te obliga a empequeñecer frente a la certeza de que jamás vas a igualar el hechizo de cada callejón parisino.

Esta inmensidad le da una primera dimensión superficial: las muchas, miles y millones de caras de París. La ville lumière no es una ciudad uniforme; es infinitas ciudades al mismo tiempo. Es la lentitud de Proust, la honestidad brutal de Hemingway, las marchas de Napoleón, el ennui incurable de Rimbaud; París es ella hoy, y ella en cada una de sus mil revoluciones.

Esta primera fase de encontrarse con París implica el enamoramiento de París. Enamoramiento, así dicho, tal cual teenager; el ver cómo todas las angustias se disipan ante este paraíso cosmopolita de luces y colores.

Tendría que explicarme mejor: conocí París en plena adolescencia y cumplí mis quince ahí. Por detalles que no vienen al caso, ese año y el siguiente fueron particularmente extraños e incómodos en casa, y por un buen tiempo me aferré a la ciudad como ideal de refugio, de tranquilidad y, sobre todo, de libertad (¿qué sitio podría ser mejor metáfora de libertad que la cuna de nuestra era contemporánea, desde aquel catorce de julio?). Volví a los dieciocho y estuve ahí un par de meses estudiando francés; sola como sólo he estado ahí, y feliz como no lo había sido nunca antes. Regresar esa vez a Venezuela se sintió como el preso que logró escapar por un tiempo cortísimo y lo volvieron a atrapar; así de deprimente y melodramática fue esa separación de París.

He regresado un par de veces desde entonces, en distintos momentos de mi vida, y no podría negar que una parte importante de mi forma de ver el mundo viene del París que he vivido en a lo largo de los años. La última visita, esta primavera, me hizo verla desde una perspectiva distinta. Más estable (o estable por primera vez), diría yo.

Volvamos al punto inicial: las fases del enamoramiento parisino.

Conocer París, como decía, es un coup de foudre instantáneo: arquitectónicamente, realmente es una ciudad hermosa y muy consistente consigo misma (no se encuentran estos desastres latinos de estructuras coloniales al lado de casinos) y cada dos estaciones de metro hay algún monumento histórico. El encanto es ese: todo está lleno de pasado, y reconforta sentirse acompañado por él en cada paso.

París son todas las películas que la tienen de escenario, todas las fotos, todos los versos, todos los cuadros. París es salir del metro y de pronto ver una placa en la que dice que André Breton estuvo ahí con su Nadja, y entonces sentirse la persona más chiquitita del universo.

París es la humildad forzada de admitir que, seas quien seas, tu destino nunca podrá llegarle a los talones a la historia de la ciudad. París es la Révolution, la Belle Époque, la Commune, la primavera del ’68, la Résistance, Cary Grant y Audrey Hepburn.

París es, en el fondo, la pura subjetividad: es en sí misma la Meca de las metáforas y donde caben todas ellas – por ende, es la ciudad en la que todo es probable, porque es el mundo de lo posible. París es la ciudad que se crea a sí misma y se transforma dependiendo de quién la vea.

Por todo esto, París es también la ciudad más falsa de todas: su promesa callada es una de grandeza, pero la verdad es que es una ciudad enorme, sucia y tan cosmopolita que no le importas; habla del gran pasado, pero poco tiene que ver con la ciudad de hoy, con su población flotante de miles (o millones) de turistas.

París es, si es que quiero llegar a alguna parte, esa mujer de la que se enamoran todos los hombres alguna vez en su vida: fría, hermosa y eternamente indisponible, que te mira desde su pedestal, por encima de ti. Esa misma que intuyes que te “entiende”, y que estás seguro de que sólo tú podrías hacerla feliz.

El arquetipo de esta mujer lejana se destruye en algún punto, cuando ves que la diferencia entre tú y ella es abismal, que lo único que los une realmente es cuánto tu vida ha cambiado a través de ella. Así París: siempre fue la misma, fría, pero te enamoraste de ella y te convertiste en quien eres gracias a sus particularidades.

París es, pues, la añoranza de ese pasado que no te pertenece – pero del que siempre vale la pena enamorarse, de mil maneras distintas y en diferentes etapas de la vida.

Misa en celuloide

miércoles, 20 de abril de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 12:02

Creo en pocas cosas. No creo en el ateísmo religioso que está tan de moda, ser anti-Iglesia por el solo placer de serlo me parece de adolescente y estoy harta de oír a gente citando a Nietzsche. La creencia religiosa que más me agrada es la del pastafarismo, por ridícula y orgullosa de su propia ridiculez.

Tampoco compro ninguna ideología política; me parece que los extremos son de locos, y me es más apropiado usar la derecha y la izquierda como puntos de referencia cuando no sé dónde estoy. Y no es metáfora.

Creo en esquemas, en símbolos, en la capacidad de creer. Pero de creer en algún dios, en uno material, lo encarnaría en todos los de la pantalla grande. Mis divinidades serían Bogey, la Liz, Audrey, Chaplin, Welles, Hitch, la Bergman. Y mi rito sagrado, claro está, sería verlos en acción. Así que aquí una muestra de cómo voy yo a misa.

Lo primero es conseguir un sitio; no puede haber misa sin templo. Mi sitio es mi cama, aire prendido, bien tapada; la tele está colgada en la pared y yo duermo en futón, así que el mejor ángulo lo agarro acostada.

Es importantísimo tener distintas opciones, muy variadas, antes de ver una película: el tener una sola, sin salida, te predispone de alguna manera u otra. Tiene que hablarte: la película te llama en el momento en que debe ser vista. Forzar la situación confunde y molesta sin que uno esté muy seguro de por qué. Cuando no encaja, no lo hace y punto.

La fe en el cine es algo que puede practicarse tanto en público como en privado. Ir al cine es una figura social, ante todo, y yo prefiero hacer uso de ella para cosas específicas: películas familiares, blockbusters, segundos encuentros con divinidades. La versión privada de la misa se parece a la meditación: es una comunión directa, un silencio con soundtracks. Comulgo mejor sola cuando me interesa ver algo con ojo crítico – o sea, la mayor parte del tiempo.

Una cuestión vital es que el cinéfilo, aunque haga sus búsquedas solo, quiere que el mundo entero vea lo que él. El cinéfilo, como el lector, busca enamorar a punta de lo que lo enamora: consigue maneras de llegarle a cada persona de tal o cual manera. El cinéfilo aprende no tanto a conocer a alguien por sus gustos de películas, sino a entender los gustos de los demás de acuerdo a sus leit motifs de vida. Suena pretencioso, supongo, pero después de cierto tiempo uno desarrolla la capacidad de saber exactamente qué va a gustarle a alguien con apenas conocerlo un poco; aprendes a llamar a otros al cine rodeándolos de cosas que ya saben o intuyen. Existe, supongo, cierto juego de poderes en la cuestión, cierta manipulación; pero es el mismo click que se siente al enamorarse: ese algo en común, esa pertenencia a un pedazo de alma cósmica.

El cine es infinito, y habla en todos los idiomas: le habla a los que lo ven en silencio, a los que lo comentan, a los que lo discuten infinitamente; a todos los que se predisponen conscientemente a enamorarse a través de él. El señor Javier Raya, ninja de convicción y oficio, escribió hace no mucho un set de instrucciones para ver películas con gente que podría ser muy útil – si se deja de lado el ligero sentimiento de culpa que uno siente con la instrucción 5 en sus distintos numerales, con la analidad del ritual de comer cotufas viendo pelis – y que, como él ya sabe, comparto, especialmente en la décima y última instrucción.

Siéntese, acuéstese, párese, quédese de rodillas si mejor le parece. Elija su divinidad de turno. Adore, en silencio o no, acompañado o no. Considere sus festividades religiosas como la bendita, oh grande, temporada de premiaciones, en la que se molestará y maldecirá a la Academia por vendida, pero a la que regresará cada año, siempre.

Luces, cámara, acción... y amén, carajo.

¿Sí conoces al Vagabundo?

lunes, 18 de abril de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 1:21

¿Sí conoces al Vagabundo? Es un pobre diablo que deambula por la ciudad y usa un frac viejísimo, deshecho, con sombrero de copa y bastón. Camina raro, con unos zapatos negros enormes de payaso, con los pies hacia afuera como un pingüino; y tiene un bigotito mínimo, justo debajo de la nariz, que confundirías con el de cierto austríaco que dio de qué hablar en el siglo XX.

Desde hace ya un par de generaciones que todos conocemos a Charlot por ósmosis cuasigenética, pero de hecho se sabe muy poco del trabajo real de Charles Chaplin. Su película más famosa hoy en día es The Great Dictator, en la que rompería su silencio de once años (cuando Hollywood producía talkies y él seguía en el cine mudo) para criticar el ascenso del nazismo y fascismo en Europa. Es la más célebre por lo “importante” de haber sido la primera que reprochaba lo que pasaba en el viejo continente, antes de que Estados Unidos y el mundo se dieran cuenta (o decidieran, vaya usted a saber) que Hitler era un monstruo… pero la verdad, no creo que sea su mejor film.

El personaje del Vagabundo (“The Tramp” en inglés y “Charlot” en francés como abreviación de Charles, nombre que fue adoptado en los países de habla hispana) ante todo fue una crítica social fortísima detrás de una cara adorable: era el representante del hombre sin suerte que quedaba relegado por aquel “capitalismo salvaje” del que seguimos oyendo todavía. Darse una pasada por Modern Times es un viaje a la Gran Depresión y al miedo de la época a la maquinización del mundo y a la consecuente pérdida de vigencia del ser humano como fuerza laboral: en una escena maravillosa de la que nacerían muchos gags animados (y un episodio de I Love Lucy), un Vagabundo somnoliento trabaja en una fábrica, apretando tuercas mientras se mueve la banda… y ésta va tan rápido que, al seguirla, termina siendo procesado por los engranajes de la máquina.

Charlot es un proletario del siglo veinte, una evolución de aquellos obreros de la Inglaterra industrial a la que hablaba Marx: se trata de un hombre pobre, hambriento, agradecido por cualquier trabajo y olvidado por el mundo. Chaplin, como buen inglés, es uno de los herederos de la tradición dickensiana del huérfano abandonado (su padre moriría cuando él era un niño y su madre pasaría el resto de su vida de manicomio en manicomio) – pero su personaje no se queda en la tragedia industrial. Es un tipo a la vez ingenuo y pícaro, hijo del vaudeville, que vive del momento y a pesar de no ganar nunca, jamás pierde el optimismo por la vida.

Hay un dejo de manipulación en Chaplin – el mismo que uno podría conseguir en el cine más sensiblero de Spielberg, como Close Encounters of the Third Kind o Schindler’s List –, claro que sí, pero es manipulación hacia la grandeza del hombre pequeño frente al mundo, en vez de hacia la imposibilidad de pelear contra éste… de la misma forma que son manipuladores los rebeldes en exilio cantando “La Marseillaise” en Casablanca, jugando con el sentido de honor y patriotismo de quien la vea. Y sí, carajo, si me van a manipular que sea en pro de la vida y no en contra de ella.

Me es imposible enumerar todo lo que me gustaría decir de Chaplin. Mi preferida de sus películas es City Lights, la primera que haría después del boom del cine hablado que empezaría con The Jazz Singer en el ’29. Decidido a no matar a su Vagabundo dándole una voz cuando el mundo ya le había imaginado alguna, Chaplin lo mantiene mudo y agrega sólo dos escenas con sonido: una en la que se traga un silbato y le da hipo, y otra en la que se enreda en la campana de un ring y no deja de hacerla sonar. En esta película no sólo actuó, dirigió y produjo, sino que también escribió la banda sonora en su totalidad – no fuera a ser que creyeran que su renuencia a hablar era por falta de habilidad frente al sonido. La trama principal es simple: el vagabundo conoce a una florista ciega que, al oír la puerta de un carro, lo confunde por un hombre rico… y él, perdidamente enamorado, hace todo lo que puede por ayudarla. Simplísima y efectiva: es una de las películas más entrañables que existen, desde la manera en la que nos enamoramos de la florista en conjunto, hasta esa última escena de entendimiento y duda en la que, por un momento, vemos a Charlot en todo su esplendor, como el hombre condenado a la mala suerte en el que brilla siempre el último vestigio de esperanza.

Esta semana Google se disfraza de Vagabundo por el cumpleaños de Chaplin, y nos invita a darnos una pasada por la era de los mimos del cine; de tener un tiempito, tampoco sobra verse el biopic de Richard Attenborough de 1992, Chaplin, en el que un Robert Downey Jr. jovencísimo hace el papel de su vida como el artista inglés – cosa que tampoco se dice a la ligera, siendo Downey Jr. uno de los mejores actores trabajando en este momento.

Enamorarse de Charlie Chaplin es enamorarse del cine en su esencia más pura, y una temporada viendo películas como The Kid, The Gold Rush, City Lights, Modern Times, The Great Dictator y Limelight (con cameo de Buster Keaton, el otro gran comediante del cine mudo, muchísimo menos conocido que el Vagabundo) se lo comprueba a cualquiera – y ahí un guiño al que todavía no sabe qué hacer en estos días de semana santa.

Estereotipos (2)

lunes, 4 de abril de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 23:36

Igual que hay estereotipos que no querría vivir (ni actuar) bajo ninguna circunstancia, también hay otros geniales que, por repetidos que sean, nunca dejan de fascinar y no me molestaría serlos de grande

- Cuarentona/cincuentona (“adulta contemporánea”) que se niega a envejecer y siempre tiene un plan malévolo para verse hermosa. Las clásicas son las villanas Disney (la madrastra de Blancanieves, Cruella D’Evil, más recientemente las brujas de Tangled y Enchanted). Es, en fin, la versión moderna y fílmica de la condesa de Báthory, y, pues, ¿quién no quiere ser heredera de la villana que se bañaba en sangre de vírgenes a falta de Botox?

- Chica Bond que sobrevive. Es la opuesta a la de calentamiento; a menudo es un poco sufrida (siguiendo el viejo esquema de damisela en apuros que grita “¡oh, James!”, como la eterna Ursula Andress en Dr. No) pero en el último par de décadas también es “independiente” y tiene alguna profesión medianamente cool, como para callar a las feministas. En todo caso, es con la que termina Bond al final de la película – como, por ejemplo y por mencionar a una de nombre particularmente Bondsoso, Holly Goodhead en Moonraker.

- Villano psicópata y brillante. Hay muchas subcategorías (desde nazis, como el Hans Landa de Inglourious Basterds, hasta asesinos seriales, como Hannibal Lecter – oye, no me había fijado que tienen las mismas iniciales), pero el hecho es que son perturbadoramente geniales, y verlos es lo más cercano que tenemos algunos a la psicosis y nuestra única forma de experimentarla y fascinarnos con ella.

- Rubia en película de Alfred Hitchcock. De la única forma en la que disfrutaría ser catira es esa, precisamente, porque siempre se ven absolutamente hermosas y son realmente encantadoras. La perfecta, claro, sería la princesa Grace Kelly, especialmente en To Catch a Thief.

- Hombre inocente en película de Alfred Hitchcock. Sí, claro, la pasa mal porque lo persigue medio mundo, pero en el camino se divierte muchísimo, se empata con una rubia despampanante y siempre todo se arregla, porque no hay finales tristes en las pelis de Hitch (excepto en muy contadas, y que no siguen el esquema de buen hombre/persecución). Mi preferido en esta es, por supuesto y cómo no, el eterno inspirador de suspiros Cary Grant en North by Northwest (papel que, por cierto, haría que Ian Fleming lo quisiera como James Bond en la primera adaptación del personaje, Dr. No).

- Sobreviviente en apocalipsis zombie. Need I say more?

- Abogado defensor de los derechos humanos, anterior a su tiempo. Bueno, a mí los abogados me caen mal (cosa que digo por encimita, y muy a lo pendejo: la verdad es que algunos de mis mejores amigos son abogados), pero carajo, mentiría vilmente si dijera que no me gustaría ser Atticus Finch cada vez que veo To Kill a Mockingbird.

- Femme fatale. Son estas mujeres súper atractivas que dejan locos a los hombres que se les antojan: la Gilda de Rita Hayworth, la Cleopatra de Elizabeth Taylor, Jessica Rabbit en Who Framed Roger Rabbit?, Sharon Stone en Basic Instinct. Son, por decirlo de alguna forma, los súcubos de la mitología del cine. Este cliché tiene sus muchísimos subclichés, igualmente atractivos: perra cinematográfica (a la Bette Davis en todo, o Faye Dunaway en casi todo, pero particularmente en Network), femme fatale clásica del film noir e incluso mortífera y muy sexy espía soviética (mejor representada como la villana maravillosa de GoldenEye, Xenia Onatopp). Nota: este cliché, por cool que sea, aburre después de un tiempo, y es más entretenido dejarlo en el cine. No lo intenten en casa, chicas.

Recordando a Elizabeth Taylor

viernes, 25 de marzo de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 17:22

La verdad es que no sé qué decir. Desde que desperté el miércoles con la noticia de que Elizabeth Taylor había muerto, pensé en escribir algo e, incluso, que habría quienes esperarían eso de mí (mi ego es una vaina seria, les digo). Ese día muchas personas me dieron el pésame – por absurdo que sea – y yo realmente me sentía como la viuda dolida. Hablando de mi vida, quizá era el fin de una era: acababa de morir mi ídolo de la adolescencia.
Yo sé que esta semana, repentinamente, todo el mundo es el fan número uno de Elizabeth; de pronto todos la encuentran ridículamente hermosa, a todo el mundo se le olvidó que era una vieja loca desde hacía muchos años, están todos sorprendidísimos y se lamentan de la pérdida de la última megaestrella de la época dorada de Hollywood.
No vengo a clamar que yo sí soy la gran fan y que los demás son posers porque me parece una pérdida de tiempo, una vil mentira y una soberana pendejada: el cine, igual que todo arte, se vive en primera persona, para empezar, y de paso se disfruta de mil formas distintas; y, a veces, para redescubrir el alcance de una estrella, hace falta una muerte “inesperada” que la lave de todas las locuras que ha hecho en los últimos tiempos.
Elizabeth (siempre detestó que le dijeran Liz, así que, al menos hoy, le dedico su nombre completo), desde muy joven, fue de salud realmente precaria: tuvo problemas de espalda desde que de niña sufriera un accidente de caballo filmando National Velvet (problema que eventualmente la llevaría a una adicción a los analgésicos, en cuya rehabilitación conocería a su séptimo esposo, Larry Fortensky), en 1960 una traqueotomía le salvó la vida y, se dice, la llevó a su primer Oscar, por una buena actuación (BUtterfield 8) que no se acercaba a ser de sus mejores y mucho menos la mejor del año (quien debió haber ganado por The Apartment, Shirley MacLaine, diría: “Perdí frente a una traqueotomía”), se la declaró muerta un par de veces por distintas causas, tuvo al menos dos operaciones de cadera, cáncer de piel, se le operó un tumor cerebral benigno… y, de paso, en el 2004 declaró que se le había diagnosticado una falla cardíaca. En otras palabras, realmente lo sorprendente es que haya durado tanto, no que se haya muerto “tan repentinamente”, como andan diciendo por ahí.
Pero acá no quiero ponerle más cohetes a su muerte de los que ya hay, y lo de “celebrar su vida” también me parece un poco ridículo (alguna vez, hace años y en otro sitio e idioma, publiqué esto y esto, hablando del por qué de mi amor por ella). Pues sí, fue una mujer que hizo lo que le dio la gana, que debió haber conocido más amor que mucha gente (o eso pensaría uno con siete esposos distintos y ocho matrimonios), que definió una época. Lo que queda hoy es, a pesar de haber sido un fracaso comercial, el recuerdo de su entrada a Roma cubierta en oro en Cleopatra, su amistad con Michael Jackson, las fotos perturbadoras del matrimonio Minnelli-Gest y un montón de películas que fueron muy publicitadas en su tiempo y ya se le olvidaron a todo el mundo.
Si usted quiere ver a Elizabeth en su mejor momento como estrella de cine, como luminaria, como “la mujer más hermosa del mundo” (como diría el aviso publicitario de Cleopatra), tendría que irse a la época Taylor-Burton: primero, porque a cada una de esas películas se le siente ese morbo finísimo que rodea a la gente que se unió a punta de escándalo (como si Brangelina se dedicara de ahora en adelante a hacer películas en bloque) y segundo porque, realmente, ver a la pareja más controversial de Hollywood en acción es un placer divino; la belleza llamativísima de Taylor, que tuvo su época dorada en los sesenta, se compagina mejor que con ninguna otra cosa con la fuerza actoral de Richard Burton (fuerza que a menudo se decía incontenible por cine, mientras él mismo se llamaba un animal de teatro: “Necesito ser grande y escandaloso, y la cámara requiere que seas pequeño y natural y sutil; mucho más natural. Yo soy tan sutil como una estampida de búfalos”)… y ocurre magia, simple magia. Hicieron, seguro, mucho cine insípido, incluso vulgar (se me ocurren Divorce His, Divorce Hers y The Sandpiper), como llegaron a la majestad del épico fracasado (la infame y deliciosa Cleopatra de Fox)… y, por supuesto, esa primera película electrizante de Mike Nichols (que pareciera la madre de otra suya décadas después, Closer), Who’s Afraid of Virginia Woolf?, una de las películas mejor actuadas que he visto en mi vida, particularmente por el par con apellido de diamante famoso.
Por otra parte, si usted quiere ver a la Elizabeth antes de convertirse en la gran tentadora de Hollywood (con poquitos matrimonios encima: en el '51 sólo se había casado con Nicky Hilton, tío abuelo de Paris), la post adolescente reciente y la niña buena de los cincuenta, habría que pasarse por sus películas de principios de esa década: Father of the Bride con Spencer Tracy (otro de los grandes actores de cine, igual que Burton, también olvidado a menudo, y también la mitad de uno de los grandes dúos hollywoodenses, con Katharine Hepburn), su primer encuentro con el hermoso y siempre consternado Montgomery Clift en A Place in the Sun y, claro, The Last Time I Saw Paris, melodrama de la postguerra olvidado por todos y en una de las películas en las que se ve más encantadora – aparte del épico Ivanhoe, donde el estudio la relegó a segundo lugar tras Joan Fontaine. Antes de esto, claro, se pueden encontrar cosillas pequeñas, de cuando todavía era una niña: ese cameo en el Jane Eyre de Fontaine y Orson Welles, Amy en la adaptación de 1949 de Little Women, sus películas con Lassie (diría luego: “Algunos de mis mejores coprotagonistas han sido perros y caballos”) y National Velvet, que la llevaría a la fama a los 12.
Finalmente, una de mis etapas preferidas en la carrera de la diva de los ojos violeta – espero me disculpen por el desorden cronológico – es, justamente, donde hace la transición entre las dos imágenes anteriores: ahí cuando empieza a descubrirse que, detrás de la carita de ángel, resulta que hay una buena actriz. La época después de Giant (“clásico” que yo considero aburridísimo, pero no hay duda de que ella, igual que Rock Hudson, estuvo maravillosa… y, bueno, de James Dean quizá hable en otro momento), cuando estuvo nominada al Oscar por tres años consecutivos hasta ganar al cuarto, con la peor actuación de las anteriores. Esta fue la época de Cat on a Hot Tin Roof, adaptación de la obra de Tennessee Williams genialmente actuada, particularmente por ella y por ese otro par de ojos hermosos, Paul Newman… y también es la época, en 1959, en la que Elizabeth haría Suddenly, Last Summer, otra adaptación de Williams: actuación que siempre me ha parecido la mejor de su carrera fílmica y una de las más eléctricas que he visto (comparable sólo con el Stanley Kowalski de Marlon Brando, también sacada de la pluma del escritor sureño - por cierto, que ambos hicieron una peli interesantosa juntos casi una década después, Reflections on a Golden Eye), dejando en la sombra no sólo a su amigo Monty Clift, si no a una de las actrices más potentes que ha visto el cine, Katharine Hepburn – lo cual no se dice a la ligera.
En realidad siempre faltarán cosas que contar de Elizabeth Taylor (Hilton Wilding Todd Fisher Burton Burton Warner Fortensky), como su afición a los diamantes, su activismo por el SIDA (causa a la que se uniría en los ochenta después de la muerte de su amigo Rock Hudson, cuando todo el mundo todavía tenía pavor de aquella enfermedad desconocida), su particular número de matrimonios, su eterna lealtad a Michael Jackson. En sesenta años se ha gastado mucha tinta, mucho tiempo al aire y mucho espacio de Internet hablando de la Taylor, y se seguirá gastando. La pretensión acá es que, más allá de los escándalos y de las loqueras de sus últimos años, se la recuerde, también, como una actriz de muchísimas facetas y una mujer que, aparte de ser excepcionalmente bella, pareciera expandirse por todas partes y no acabarse nunca.

Estereotipos (1)

viernes, 11 de marzo de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 15:53

Como todos sabemos, a lo largo del siglo en el que hemos tenido cine se ha formado una cantidad considerable de clichés, de estos que uno lleva diez minutos de película y ya sabe todo lo que va a suceder. Algunos, predecibles y todos, son geniales; otros, no tanto. En todo caso, porque puedo, acá va una lista (incompleta, con toda seguridad) de estereotipos de personajes de cine que no me gustaría ser ni de vaina:

- Negro en película de guerra.

- Catira tetona, promiscua y porrista de película de terror. De hecho, cualquier persona en una película de terror, por su tendencia a ser realmente idiotas (excepto el asesino, y ni siquiera es una condición sine qua non).

- Adolescente tímido y con acné que es maltratado emocionalmente durante toda la película hasta que la tipa cool se da cuenta de lo dulce que es y finalmente le hace caso. O sea, Michael Cera. Aunque en general ese tipo de películas están llenas de clichés bobos y poco interesantes.

- Zombie lento. Si mi destino es ser mordida por un zombie, me pido ser como los de 28 Days Later, que son casi atletas.

- Vampiro homosexual que brilla. Ya va, ¿qué?

- Madre de personaje de Disney.

- Chica Bond de calentamiento. Es la primera que aparece y se divide en dos tipos: la que sale en la primera escena en la que aparece 007 (ejemplo: la masajista de Thunderball) y la que Bond seduce y luego amanece muerta (la clásica es la de Goldfinger). Tienen todas algo en común: papeles mínimos de una o dos escenas como máximo.

- Judío en Varsovia nazi. No sé si aplica como estereotipo de cine o es sólo yo siendo una zorra miserable, pero el hecho es que no me gustaría entrar en esa categoría.

- Esposa de gay enclosetado en un suburbio norteamericano, sobre todo durante los cincuenta.

- Escritor en adaptación de Stephen King.

- Tipo que se mete con Chuck Norris.

Menciones honoríficas a cosas que no son personajes pero suelen pasarla bastante mal:

- Templo sagrado/objeto milenario/hallazgo antropológico increíble y mítico en película de Indiana Jones. Siempre, siempre queda destruido, o como mínimo guardado en un almacén inmenso del Estado norteamericano.

- Aston Martin de James Bond.

Perras

martes, 8 de marzo de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 14:13
Uno de los grandes problemas de nuestra sociedad es que cualquiera puede ser una perra durante quince minutos. Sí, lo considero un problema; no por la existencia en sí misma de las perras – que son una constante a través de los siglos, y, en mi opinión, una de las partes más deliciosas cuando no necesarias -, sino por cómo se ha desintegrado la institución. Sí, la institución de la perra, la arquetípica: la de carácter fuerte, con aires de cinismo, desbordando sarcasmo y llena de clase. De pronto todo el mundo se cree una, y se pierde todo el entrenamiento detrás de la cuestión.
En un mundo en el que los flashes de cualquier cosa forman “personas” en el sentido teatral de la palabra – los 140 caracteres de tuíter, los veinte episodios del reality show, los cinco minutos del último video de tu canal en YouTube –, que te convierten durante dos semanas en un meme, no es realmente difícil llamar la atención y, para las mujeres, la forma más sencilla es la de hacerse la diva. No he visto un solo reality que no tenga al menos una “perra” por temporada; una mujer completamente detestable y con ansias de poder (queriendo quedarse con el tipo, o de ganar lo que esté en juego) que te hace regresar al programa tan a menudo como recuerdes con la sola esperanza de que boten a la tipa en ese episodio.
La esencia es la misma, seguro, pero se ha desvirtuado la clase y la ironía. Mi perra preferida, por mucho, es Bette Davis, estereotípica y deliciosa: el diablo con acento sureño en Jezebel (el premio de consolación por Scarlett O’Hara que no podría interpretar por mucho que quiso), la diva del teatro en All About Eve, la mujer madura que se niega a envejecer en Mr. Skeffington, la actriz olvidada en The Star… y Bette Davis, siempre, excepto en Now, Voyager. Destaca, claro, en What Ever Happened to Baby Jane?, como la cantante infantil olvidada y hermana de una ex estrella de cine, a quien maltrató sin parar tanto delante de la cámara como detrás; y cómo no, si era interpretada por su némesis de toda la vida, Joan Crawford.
De Crawford, perra enclosetada cuya hija adoptiva describiría su infancia abusada en un libro que se convertiría en película (Mommie Dearest, si les suena), Bette Davis diría cuando le hablaron de su muerte: “Nunca deberías hablar mal de los muertos, sólo bien… Joan Crawford está muerta. ¡Bien!”
Esas eran las perras fascinantes, para las que se creaban papeles por su puro capricho, las que hacían leyendas. Se dice, incluso, que Bette Davis fue quien le puso el nombre a los premios de la Academia, cuando dijo que la estatuilla se parecía a su tío Oscar. Ya pasaron esas grandes mujeres y se desvanecieron con el Hollywood clásico… y lo que le queda a mi generación, parafraseando a Georgia Rothe, es el recuerdo de las destrucciones de la Pascualina y sus versiones 2.0.
Señores, tenemos que rescatar la cultura de la perra antes de que se termine de extinguir, porque es que ya no somos dignos, no somos dignos; si acaso lo que nos queda son las incursiones anónimas y mal hechas al bitchiness, así sin clase alguna y creyendo que nos la estamos comiendo. Todo mal.
Para terminar con la diosa de la maldad, alguna vez a Bette Davis le preguntaron por qué era tan buena haciendo ese tipo de papeles: “Creo que es porque no soy una perra. Debe ser por eso que la señorita Crawford siempre interpreta damas.”

Brindis

domingo, 6 de marzo de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 17:46

Brindo esta noche por los amores que alguna vez fueron, y por sus eternidades perdidas. Brindo por la reubicación de la esperanza – y primero por su búsqueda de nuevos hogares -, por las cuentas sin pendiente. Brindo por el momento perdido en el tiempo; por las eternidades desvanecidas a recuerdos sin vida, a palabras en un documento de Word.

Brindo, pues, por los caminos que alguna vez fueron paralelos hasta separarse en direcciones distintas. Y brindo finalmente, aunque no lo creas, por vos, porque alguna vez te adoré con locura (alguna vez te quise por siempre), y te aseguro, cariño, que esa vez, ese tiempo, queda aún con una sonrisa en algún rincón del todo.

And the Oscar goes to...

sábado, 26 de febrero de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 18:12

A poco más de veinticuatro horas de la ceremonia más importante del año – bueno, de mi año, ya que los premios de música no me interesan y los Nobel mucho menos -, Hollywood se hace los últimos retoques pre-show: las llamadas de última hora a los diseñadores porque alguien está embarazada (o sólo gorda) y ya no cabe en su vestido; los ensayos frente al espejo, se ponen correctamente las cámaras en el Teatro Kodak (siempre teniendo en cuenta la que está preparada, en cada ceremonia, para filmar cada reacción de Jack Nicholson), en las mansiones de Beverly Hills ocurre el proceso de escribir el discurso que se quedará en la cartera cuando llamen a Meryl Streep así no esté nominada…

Claro que es una reunión de gente pretenciosa con delineamientos prefijados, nadie lo niega. La AMPAS (Academy of Motion Picture Arts and Sciences), igual que los representantes de buena parte de las premiaciones a nivel mundial, tiene una agenda muy politizada: la forma de ganarse un Oscar seguro, se sabe, es hacer cine liberal, izquierdoso, que le pique a alguna figura de autoridad conservadora y que se tome a sí mismo muy en serio. En cuanto a premios a actores, las constantes son precisas: a las actrices a menudo les toca afearse, llorar muchísimo y de ser posible perder a un hijo en pantalla; los actores deben gritar un poco, tener alguna discapacidad física o mental, y hacer un statement sobre un punto “importante” (igualdad sexual y racial son los más comunes). Ah, y tanto para actores como actrices: si usted interpretó un papel basado en un personaje real de cierta notoriedad y su actuación fue dirigida por alguien medianamente reconocido, usted será nominado al Oscar. Y si aplica cualquiera de las anteriores y de paso es parte de alguna minoría, o es extranjero con poco dominio del inglés, vaya preparando un discurso en el que quepa mencionar a la abuelita.

La premiación se ha vuelto un patio de juegos del play-it-safe, sí – la única categoría que se salva, y quizá por nueva, es Mejor Película Animada -, las fórmulas son muy 2+2=4, sí; pero yo soy de formación hollywoodense clásica, y por idiotas que me parezcan las plantillas de decisión de la Academia, y por muy predecible que se haya vuelto, la ceremonia me sigue pareciendo irresistible. El pensar que año tras año entran nuevos grabados a las paredes del Kodak, uniéndose a nombres como Casablanca y Amadeus, es una cuestión que me maravillará siempre.

Pero no soy una muestra representativa: los ratings de la ceremonia de los Oscar han venido en picada en los últimos años. Ya no hallan cómo subirlos: intentaron la vieja técnica de llamar a Billy Crystal a hacer el show, pero su humor ya está démodé; llamaron a Chris Rock, pero era imposible compaginar su estilo rudo con algo tan ceremonial como los premios de la Academia (yo lo detesté a muerte, por ejemplo); le dijeron a Ellen DeGeneres, pero no tenía suficiente fuerza para llevar ese escenario; se buscaron a Hugh Jackman to jazz it up, pero resulta que Broadway y Hollywood combinados no dan suficiente rating. Para el 2010 intentaron encontrar ese punto de clase con Alec Baldwin y Steve Martin, pero juntos no llegaban a un Crystal en los noventa o un Bob Hope de los cincuenta. La solución de este año es traer caras de la nueva generación, dos chicos que han probado su talento (él está nominado este año por 127 Hours) y de paso traen detrás la popularidad de la taquilla, porque él es un archienemigo de Spider-Man y ella la próxima Gatúbela: James Franco y Anne Hathaway.

La ceremonia de este año emociona por eso, para empezar… pero realmente, la posibilidad infinita dentro de la ceremonia del 2011 viene de un nominado que es tan impredecible como el Joker de Heath Ledger: Banksy, quizá el anónimo más conocido del mundo. Está nominado a Mejor Documental por Exit Through the Gift Shop, y anda en campaña, poniendo arte obsceno alrededor de Los Ángeles (¡Mickey Mouse ebrio manoseando a la modelo de una valla!) mientras se acerca la premiación. La Academia lo vetó de ir a la entrega por miedo a que suceda una escena a lo Espartaco: “¡yo soy Banksy!”, “no, ¡YO soy Banksy!” – pero quién sabe qué podría hacer ese burlón en caso de ganar un Oscar. Se lo merecería, eso sí: la película es brillante. Si gana o no ya es cuestión de morbo: ¿será que los miembros de la Academia tienen tanta curiosidad como los mortales ante qué podría hacer este artista inglés?

En cuanto a predicciones, creo que la cosa está bastante clara: la mayor parte de los premios probablemente se los lleve la británica The King’s Speech; Mejor Película, quizá Mejor Director, Mejor Actor para Colin Firth (¡aleluya, Mr. Darcy!). Mejor Actriz se lo llevará Natalie Portman por Black Swan (mi preferida entre las nominadas) y los Actores de Reparto serán Christian Bale y Melissa Leo por The Fighter. El Oscar a Mejor Película Animada irá la gente de Pixar por Toy Story 3. Guión Original quizá podría llevárselo The King’s Speech, aunque quizá se lo den a Inception como disculpa por no haberle dado más nada; y para Guión Adaptado, me huele a The Social Network, pero no apostaría al respecto. Los Oscar que son seguros al cien por ciento son los de Portman, Firth, Bale y Toy Story 3 - el premio mayor, quién sabe, capaz y se lo lleve de sorpresa True Grit o The Social Network (que lo dudo, y espero que no). Dato curioso: hay que estar pendiente con Mejor Edición, que quien gana ahí suele llevarse Mejor Película (pasó el año pasado cuando todos creían que ganaría Avatar, y The Heart Locker se llevó Edición para luego llevarse el Oscar grandote).

Ya los votos fueron contados y los sobres sellados están en una empresa de contaduría de Los Ángeles, empresa que los llevará mañana al Teatro Kodak, blindados. Tan tan taaan…

El hecho es que el Hollywood clásico murió hace rato, y ahora es que la Academia parece darse cuenta, bajándole a lo ceremonioso, incluso haciendo promos de “entrenamiento” de los anfitriones, bajo el eslogan “you’re invited”: tenemos caras nuevas que llaman a un Hollywood que necesita renovación, más las figuras del cine mundial de los últimos treinta años – con el agregado del terrorista del arte por excelencia. Veamos qué sorpresas nos llevaremos mañana.

De la cuestión de si soy o no

jueves, 24 de febrero de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 14:55

¿Que si soy escritora, preguntas? Fíjate cómo es la cuestión.

No fumo ni me gusta mucho el café. No hago nada de forma “trémula” porque mi cuerpo no entiende esdrújulas. No soy alcohólica, suicida, no estoy metida en el clóset ni sufro por mi arte. No soy nihilista, católica ni iluminada. No soy parte de ninguna revolución, ni escribo desde el exilio. No voy a burdeles, no trabajo en uno. No soy particularmente incomprendida por mis coetáneos ni tengo ninguna deformidad física. No maté a mis padres ni me enamoré de mi primo, y me llevo razonablemente bien con mi familia.

Estoy jodida, pues; con este perfil no podría ser escritora jamás.

Blablablá

jueves, 10 de febrero de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 15:50

Aquí lo que se viene es la opinión de una mujer histriónica que pasó buena parte de su infancia haciendo teatro y radio… pero yo voto muy a favor de la idea de Blaving.

Que está muy crudo, sí; que le falta, sí: la página está muy lenta, la aplicación para iPhone es un desastre (no sé cómo será para otros smartphones), es un fastidio tener en tu timeline a cualquier pendejo que acabe de decir cualquier cosa aunque no lo sigas, es una odisea conseguir cómo se borra un blav, la cuestión de ponerle nombre Y etiqueta a la grabación te hacen pensar “pa’ eso voy y lo tuiteo”; entre otras cosas que justo ahora se me escapan.

El hecho es que sí creo en las posibilidades de una red social basada en voces por todas las razones que Eva enumera con bastante más precisión que la que podría tener yo. Pero lo que quiero aquí es contarles una historia de radio:

El 30 de octubre de 1938 hubo pánico en Estados Unidos: flashes de un reporte en la radio habían anunciado que los marcianos habían aterrizado en New Jersey. En el área la gente gritaba con ataques de histeria, decían que podían oler los gases tóxicos de las naves y ver sus luces; del otro lado del país, una mujer en San Francisco sintió cómo los marcianos la violaban y después, de la vergüenza, intentó suicidarse. La estación tuvo que disculparse: la transmisión era, en realidad, una adaptación monstruosamente buena y realista de “La Guerra de los Mundos” de HG Wells; era también, sin duda, una broma de Halloween muy bien montada por alguien que obviamente tenía deseo de ser notado. La mente maestra detrás de aquella histeria que movió a un país entero resultó ser un muchacho de veintitrés años, un perfecto geniecillo jodedor que de ahí se montaría en la ola del éxito como quizá sólo lo haría una vez en su vida: un tal Orson Welles.

Ahí está: el sonido tiene todo el potencial del mundo en cuanto a creatividad. Si se pudo tumbar un gobierno de treinta años en Egipto a través de tuíter, ¿qué no se podría hacer, por ejemplo, escuchando de voz a voz, en tiempo real, cada cosa que sucede? Las posibilidades periodísticas son infinitas, por una parte. Las de crear diversión, sea por el drama o por la comedia, son tan amplias como podrían serlo en la radio, pero con el agregado de inmediatez: tienes dos minutos o menos para enamorarme como escucha, y si no lo haces tú quién sabe cuántos habrá que sí.

Obviamente habrá quienes usen el Blaving para idioteces: estoy en tal parte, “acabo de oír esta canción, ¿quién sabe cómo se llama?” (pienso que en general se ampliaría la idea del “Now listening”) o qué sé yo; igual que en tuíter, señores, cada quien construye su taimlain: si quieres puedes oír a gente leyendo poesía, escuchar cómo hablan distintas lenguas, puede llamarte la atención alguien por tener algún acento particularmente autóctono; o, incluso, puedes oír a tus amigos ebrios y despechados cantando Ricardo Montaner y diciendo que las mujeres son todas unas putas y los hombres son todos unos perros.

Fui la primera persona que dijo, cuando empezó a sonar, que tuíter era una estupidez: "¿para qué quiero yo una red social llena de puros estados? Pa’ eso voy cambiando el de Facebook y punto". Poco a poco me fui enamorando de tuíter y viendo todas las cosas geniales que se podían hacer desde ahí. No pretendo predecir que Blaving sea lo mejor que le haya pasado a internet desde el trollface - no me malinterpreten: ni pienso que sea una olla donde se están cocinando los posibles Orson Welles del mañana -, y tampoco creo que sea el “nuevo tuíter”; para mí es otra alternativa que podría coexistir y tener sus propios espacios. Pegue o no, ya yo me enamoré del blaveo.

De Lolita a Cisne

martes, 18 de enero de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 1:13

Hay toda una generación – la mía, cabe destacar – que creció viendo a esta chica. La conocimos prepúber usando un sostén puntiagudo y cantando “Like a Virgin”, la vimos como la primera hija durante una invasión marciana y nos presentó lo que no sabíamos que era el agua tibia, de una galaxia muy muy lejana.

Me atrevo a decir que Natalie Portman es una de las mujeres más hermosas de Hollywood, que de por sí es decir bastante. Es encantadora, tiene un rostro angelical, e incluso es buena actriz, aunque siempre le falta un detalle. O le faltaba, en todo caso.

La impresión que Portman siempre me ha dado en pantalla es la de naturalidad forzada. Es casi natural, casi perfecta, pero hay un ínfimo grado de emoción al que no termina de llegar. No hablo acá de las películas de Star Wars (nadie jamás actúa bien en Star Wars, con la posible excepción de Alec Guinness y quizá Harrison Ford, sin contar a R2D2), sino de los roles con nuances que la han acercado a la grandeza. Hablo, particularmente, de su dejo despreocupado en Garden State y de su malicia extrañamente inocente en Closer. Incluso hablo de su viaje de autodescubrimiento en V for Vendetta. Siempre tenías a una Natalie muy buena, cercana a la zona cero, pero con un punto débil, un matiz ligero pero lo suficientemente importante para ser visible.

Entra Darren Aronofsky.

Tienes a un director raro. No es un raro fuera de tono, con una temática más o menos constante que entra en un canon propio, como podría serlo Tim Burton o hasta Alfonso Cuarón. No, no, el tipo simplemente es raro. Notar las similitudes entre Requiem for a Dream y The Fountain no es tarea fácil; no hay tono en común, no hay pistas. Hay, si uno está inclinado a verlo así, una sensación operática que las une; pero, cuando agarras una peli de Aronofsky en la tele a medianoche no la vas a reconocer como suya, como quizá sí podrías hacerlo con una de David Lynch. Con Aronofsky sólo te quedas y te preguntas.

Black Swan es la explosión que necesitó siempre Natalie Portman, siendo una actriz calculada, con tonos falsos que la alejaban de la perfección, del letting go: en Nina, su personaje, vemos a la bailarina perfeccionista que sueña con ser la estrella de la compañía hasta que le dan el papel protagónico del Lago de los Cisnes, en sus dos lados: la reina virginal y su gemela lujuriosa. A través de toda la película, la bailarina, en tanto se adentra en el personaje del Cisne Negro, va rompiendo los nexos que la mantenían en una niñez tardía – y en una cordura superficial.

El maestro de la compañía de ballet – un Vincent Cassel delicioso – le dice a Nina, una y otra vez, que deje de calcular sus pasos, que se parezca a Lily – Mila Kunis, el espíritu libre californiano -, que se deje ir. Entonces Nina y Natalie, de la mano como luz y sombra, se convierten en un cisne negro, en una bailarina neoyorquina y en la mejor actuación de ambas. Todo dentro de una película que, si me perdonan el arranque pseudointelectual, deja el mismo sabor a maravilla artística que un ballet de Tchaikovsky interpretado a la perfección.